El Gobierno de turno esbozó la semana anterior su proyecto de ley educativa para martirio de estudiosos de la historia de la enseñanza española. Este mes cumplo 24 años de dedicación a las aulas. Aprobé mis oposiciones a agregado de BUP, di clases en aquel curry pedagógico llamado Reforma, continué con el sistema LOGSE que dio paso a la LOCE o a la LOE, ahora ni recuerdo en qué orden porque, con toda sinceridad, ni me interesa. Sospecho que somos el Estado con mayores refritos de normas educativas en tiempos de paz del planeta, lo que sólo indica que uno o varios conflictos profundos socavan los cimientos de esta sociedad española, y que afloran como índices de fracaso recogidos en encuestas internacionales, por más discutibles que estas sean. Cada iluminado que alcanza el poder llega con su librillo bajo el brazo. Los sistemas educativos no pueden ser inmutables por la sencilla razón de que las sociedades evolucionan y presentan nuevas necesidades, pero no con la frecuencia con la que se modifica un chicle en boca de un adolescente rabioso. Por suerte, la ciudadanía que pasa por las aulas aprende, si quiere aprender, a pesar de las disposiciones que su año de nacimiento le adjudique y a pesar, incluso, de sus profesoras y profesores, lo que invalida aquella interrogante que exabruptó Fraga Iribarne en el Congreso durante el debate sobre la LOGSE, cuando preguntó que de dónde saldrían los Quevedos, Góngoras y Cervantes de las nuevas generaciones. Ningún tiempo pasado fue mejor y leo con mucho gusto y admiración a chicas y chicos criados en alguno de los múltiples sistemas educativos, hasta en porciones de sistema como pizza didáctica, y que han alcanzado con toda solvencia su voz propia. Alumnado LOGSE del que tanta barbaridad profetizaron los nostálgicos de sistemas pretéritos y autoritarios ejerce ya puestos de relevancia social y personalmente me pondría, sin ninguna duda, en manos de cirujanas y doctores a quienes conocí como uno más de sus docentes.
De otra parte de mi alumnado no conseguí, en apariencia al menos, que entendiera la importancia de contar en su currículum con un grado aceptable de conocimientos y capacidades entrenadas. Cada ciudadano que nace en cada rincón de España tiene acceso hoy a instalaciones y profesionales de la enseñanza en un nivel adecuado, incluidos el medio rural o los barrios marginales. Disponemos de múltiples vías para la integración de los diferentes caracteres y de las distintas circunstancias en el aula y, ya digo, desde hace mucho, las modificaciones normativas, grandilocuentes en discursos políticos, afectan poco a los boletines finales de notas. El fracaso escolar no es sino la suma de muchos fracasos de distintos agentes que conforman la sociedad española. La mínima diferenciación en el sueldo de la cualificación profesional y de las titulaciones provoca una falta de rentabilidad en los años entregados al estudio. Las dementes jornadas laborales de España, caso único en el mundo desarrollado, impiden a muchas familias una intervención efectiva sobre el control de las tareas y la educación de los hijos. La escasa valoración general que la escuela tiene sobre el desarrollo de los pueblos, se hace patente en la preponderancia de las fiestas religiosas y tradicionales sobre el calendario pedagógico, o se escenifica en esa protección del lucro frente al bien común cuando las programaciones televisivas incluyen acontecimientos deportivos o series destinadas a público juvenil, en horarios en que el resto de Europa lleva ya horas de sueño. Nadie tiene la culpa pero cada quien aporta su miguita a este pastel. La sociedad española post-franquista arrastra errores históricos, distorsiones colectivas y problemas de diseño, ni corregidos ni resueltos, ninis a los que podemos aplicar la idea de Ortega y Gasset de que guardan su venganza para el futuro, quizás en forma de ley sobre el sistema educativo que no será sino otra, anterior y posterior a la otra.