Tiene su gracia, pero una gracia bufa por lo grotesco del caso. Unos jóvenes se suben al Melillero y otro desde el mar engancha un saco lleno de droga a una cuerda que ellos le tienden desde la cubierta como si fuesen invisibles. Imagino que en el puerto de Málaga habrían preparado la misma operación pero al revés. Acciones donde el riesgo y el absurdo se mezclan en coctelería desgraciada como si estuviéramos ante una película de los hermanos Cohen. Buscarse la vida. En castellano la existencia no se desarrolla sino que se pelea. Se equivoca Stephen Hawking cuando afirma que la máquina del tiempo no existe. Atento sólo al saber teórico, como los malos gobiernos, como los reyes canallas, se olvida de que cada mañana amanece con su legión de incertidumbres. La crisis está devolviendo Málaga varias décadas atrás, varias crisis atrás. Incluso a muchos amigos los está transportando hacia aquella época de la mala juventud cuando casi toda la biografía estaba por escribirse y la inseguridad de no tener un trabajo se acrecentaba con la angustia de no saber cómo se resuelve la voluble ecuación del futuro. Izquierda Unida denunció la semana pasada el incremento de robos a bañistas en las playas. Revuelan de nuevo las páginas de aquellos diarios viajeros que desde finales del siglo XIX retrataron la Málaga del ratoneo, la de arrancar al visitante lo que aquí negaba la injusticia social a una población en extremo proletarizada y sin un mendrugo de esperanza que llevarse a la boca. Arreciarán los episodios similares al del Melillero, retornan aquellos jóvenes que se buscaban la vida con una escafandra y con la venta por los bares de un cubo de cañaíllas, de coquinas, de purpito pa frito. Se perfila en el horizonte la Málaga del chupa y tira. Los más arriesgados de cada barrio ya encontrarán a quien le ofrezca un bisnes que le meta en el bolsillo un par de miles de euros de una sola vez.
Ni a sí mismo se respeta el tiempo y hoy hacen falta muchos euros para salir adelante. Todo cambia y cada quien busca su camino. El paseante se sorprende cuando en la puerta de negocios de compra y venta de objetos usados, cerca de la estación de autobuses, una legión de menesterosos adquiere cuanto teléfono móvil le lleven. Mientras en el local de dos metros a sus espaldas se ejerce un control de qué vende quién y se queda por escrito, en la puerta cualquier menor que mangue un móvil sabe que allí tiene su rápido mercadeo a la luz de todo el mundo pero según parece a las espaldas de la policía. Las autoridades no pisan las aceras con tanto coche oficial. Actualizaciones de aquella Málaga del Piyayo en las cuevas de El Egido y de la miseria. Las calles de Málaga nunca fueron peligrosas pero a quien le vuelan el bolso no sólo le fastidian el viaje sino la memoria que de esta ciudad queda. La mala fama corre como todo lo malo. Erró Einstein cuando afirmó que nada era más rápido que la luz por abundar en el desmentir de la ciencia frente a la vida. Málaga ha encontrado un magnífico negocio como receptora de cruceros y poco a poco la presencia de turistas está convirtiendo al centro en un ámbito hostelero que al menos genera trabajo. Más podría generar si una planificación menos especulativa hubiera civilizado antes el interior, su fachada, que los nuevos barrios de más allá de las circunvalaciones. Aun así el efecto museístico en sintonía con la remodelación portuaria ya se perciben de modo notable. Al turismo no sólo hay que ofrecerle esa sonrisa para la que los malagueños ya estamos casi genéticamente preparados, también hay que garantizarle seguridad y que un paseo por un destino que ya tiene el sol y la alegría dispuestas para el gozo no se convierta en horas de comisaría y denuncias. Bastante basura y caca de perro disfrutan ya nuestros visitantes. Regresa la Málaga del ratoneo y del buscarse la vida, aquellos oficios para vivir que no dan para vivir de los que escribió Larra. Metafísica de una crisis que empuerca el ánimo, las conciencias y hasta nubla la vista.