Enfermedades

23 Ene

En Málaga han vuelto a aparecer enfermedades erradicadas durante aquellos años sesenta de la incipiente industrialización. Corre la moda de no vacunar a los niños. El sarampión o la tos ferina habitan de nuevo en los hospitales. Nos faltan sólo unas cuantas piojeras masivas y algo de sífilis y tuberculosis para que hayamos alcanzado nuestro pasado más tercermundista en este último ascenso hacia el desarrollo. Desconozco si este fenómeno se está produciendo al norte de los Pirineos, o sólo al sur de Sierra Morena. A pesar de que las vacunas han contribuido al bienestar de la humanidad y de hecho han conseguido alargar esta vida que en algún momento incluso se hace más larga de la cuenta, ciertas corrientes de pensamiento anti-científico y reivindicadoras de la ciencia infusa al modo chamánico están arraigando entre algunas capas de la sociedad al margen de su condición socio-económica. El paquete ideológico suele ir completito y envuelto en una serie de tópicos recurrentes, esto es, junto a un desprecio sin justificantes tanto de la medicina como de los médicos, sobre todo de los médicos, se unen creencias espiritualoides o animistas, fundamentalismos teológicos de toda clase y un conglomerado que va desde la fe en los cristales de cuarzo como seres energéticos hasta los OVNI. En un mundo donde se cuestiona abiertamente la teoría de la evolución de las especies, por ejemplo, no iba a permanecer algún resquicio del conocimiento sin su pincelada de escepticismo tabernario. Las bases de esos modelos anti-método científico rastrean siempre alguna teoría de la conspiración que justifique de buena tinta ese artificio cognitivo que aparta la ciencia moderna y sus laboratorios del camino humano. Una de las estrategias consiste en descalificar a la industria farmacéutica. He asistido a conversaciones sonrojantes donde un tipo, a quien le hubiera gustado estar en posesión de un graduado escolar, pontificaba no sólo sobre los últimos secretos urdidos por las multinacionales farmacéuticas que él conocía de primerísima mano, sino de vacunas, virus y bioquímica en general.

La Junta de Andalucía quiere concienciar a los pacientes sobre lo que cuestan los servicios públicos y va a emitir facturas fantasma con el detalle del gasto no cobrado de forma directa y pagado mediante impuestos. Nuestro sistema sanitario logró que disminuyese la mortalidad infantil, una maldición en España, hasta el punto de que nos convertimos en uno de los primeros países en el mundo en tasa de supervivencia. La sociedad española es de las más longevas de Europa y nuestros niveles quirúrgicos o de trasplantes continúan en puestos equiparables a los de cualquier estado incluso más rico. Todos esos datos se obvian frente al abrazo de las llamadas seudo o para-ciencias donde el único saber procede de la inspiración y no del estudio. Uno de los libros de mi biblioteca a los que más cariño tengo es una edición preciosa en dos tomos que la editorial Siruela publicó con las ilustraciones que adornaron la obra enciclopédica del jesuita alemán Athanasius Kircher, un hombre lleno de curiosidad al que no acompañaban los conceptos de su siglo XVII. Ante los jeroglíficos egipcios, por ejemplo, se ecomendaba al Espíritu Santo y después de su rezo escribía la traducción que venía a su mente. Del mismo modo creía que Dios daba pistas en la naturaleza para la sanidad del hombre como rey de la creación; si una planta, por ejemplo la patata, tiene forma de pulmón, pues ya está, ahí se encuentra el remedio para una tuberculosis a base de purés, dolencia para la que el doctor Acosta, ceutí del siglo XVI, recetaba fumarse un buen puro, basándose en igual metodología. La peor enfermedad crónica del ser humano es el gusto por la ignorancia que con tanto afán y daño cultivan algunos. No se ponen vacunas porque no mueren niños y porque la cura de una enfermedad es gratuita. Hasta que alguna cepa microbiana mute y entonces ese mundo tenebroso de los grabados de Goya habrá ganado otra partida a las luces de la razón.

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