Vaya otoño malagueño más dulce. La luz y su alegría tintan con transparencia la mañana de este domingo cuando escribo, próximo al martes de Todos los Santos que ya exigiría un gris intimista en el cielo más adecuado para días dedicados al recuerdo de quienes rimaron su tiempo durante un tiempo junto al nuestro. Pero así es nuestra Málaga, un lugar agradable que sin embargo encaja mal en cualquier concepto urbano de elegancia y belleza. De aquella Málaga motivo bello para variaciones melódicas en cancionero, poco queda. También se diluyó aquel casi mísero poblachón de las mil tabernas y la única librería. Por diversas circunstancias estoy redactando estas líneas desde una habitación en Torremolinos situada a una altura tal que en su paisaje contemplo desde la nueva híper-ronda hasta los últimos cabos orientales de la bahía. Desde la transparencia de esta mañana veo a Málaga completa, una ciudad ya grande, de la que me pregunto si era necesaria esa extensión. La Junta ha organizado una serie de actos culturales para reflexionar sobre la importancia del patrimonio arqueológico en las ciudades; en paralelo -y no sé si ello significa algo- varias asociaciones independientes de toda España también organizaron encuentros aquí este finde para reflexionar sobre el patrimonio urbano y su conservación frente a intereses inmobiliarios que se mueven contra cualquier patrimonio que no sea suyo. Veo Teatinos y recuerdo la polémica sobre los permisos de la Junta para que se pueda construir más arriba de la ronda de circunvalación, en los mismos Montes de Málaga, único pulmón tuberculoso que le queda a la ciudad. Los ayuntamientos impulsaron los disparates de la construcción desde donde nos llegan los casi 5 millones de parados; se convirtieron en la principal promotora del país, y no me refiero en el caso de nuestra ciudad a que la política inmobiliaria fuese empujada por afán personal de lucro, sino por una política con miopía extrema y consecuencias nefastas.
Con motivo de los actos sobre una y otra memoria arquitectónica, asistentes y conferenciantes han paseado el distrito Centro más allá de las pocas calles que el Ayuntamiento adecentó en casi el último año. Los invitados foráneos a la reflexión sobre la conservación de los tesoros urbanos han visto las ruinas y casi chabolerío de Lagunillas, alrededores de El Ejido, y otras y otras y otras zonas de solares, mierda de perro, e incuria. Ningún barrio se merece el abandono del Ayuntamiento, pero además la política municipal, toda PePera, con el Centro inflige varias condenas sobre nuestra Málaga. La huida hacia Teatinos se produjo porque las arcas municipales se llenarían antes y más que si el Ayuntamiento hubiera promulgado una normativa, junto con medidas que incluso llegaran a la expropiación, para que el Centro fuese la primera zona en notar el auge del ladrillo en aquella época de bonanza. Inmuebles sin propietario claro a quien reclamar, vetustos alquileres a los que indemnizar conforme a derecho, propietarios a la caza de una futurible especulación mayor con sus inmuebles, todo ello mezclado con una política municipal a la busca de un Dorado sobre cimentaciones nuevas, ha concluido en este desastre urbano de difícil arreglo que se llama Málaga. Una ciudad extendida significa servicios públicos más caros. Policía, bomberos, correos o trasporte multiplicaron sus gastos sólo en gasolina y kilometrajes en una ciudad cuyo censo no ha crecido al mismo ritmo que su expansión, por tanto, el flujo de ingresos en el consistorio tampoco. Los servicios públicos mermaron su eficacia. Entró dinero rápido, pero los gastos no fueron calculados. En parábola familiar, un padre sin empleo cobró 3000 € una vez y se compró un Hispano, lujoso deportivo español, cuyo mantenimiento y gasolina se ventilan esos 3000 en un suspiro. Igual ruina que la del Centro, con la agravante de que sus aceras se pretenden ahora escenario por donde paseen los turistas de lujo que a nuestro Puerto arriben a bordo de cruceros. Este Ayuntamiento dejó morir al Centro de Málaga por inanición. Ahora se ha dado cuenta de que el muerto llevaba en el bolsillo el premio de la lotería, a ver cómo lo desentierra.
Demasiado pesimismo que debe ser exclusivo de los parados