Amy Winehose ha fallecido y todo el mundo sabe por qué ha sido, al contrario de aquella rima sobre la primavera. Las estaciones llegan de verdad cuando ellas quieren al margen del deseo de los hombres. Uno de los pocos privilegios que se permite a la existencia de los humanos es la elección de la propia muerte, siempre que esta no opte por darte una sorpresa.. Amy no se sentía en este mundo y se iba de él cada vez que podía. Su cuerpo menudo albergaba la voz del trueno y ese desajuste armónico orientó su brújula. Al fondo de sus canciones me llega la voz de Sinatra con su preciosa “My Way” aquí contaminada por una versión más o menos rociera de “A mi manera”, discutible traducción para “I did it my way”, “hice mi camino” que nada tiene que ver con las marismas del Guadalquivir, sino con los marasmos a los que el humano, disconforme por naturaleza con la naturaleza, somete sus horas. Nuestra especie se caracteriza por su falta de acuerdo consigo misma. El primer simio u homínido quizás se bajó del árbol por cualquier necesidad. Vaya usted a saber, quizás se quedó sin papel higiénico o sin bicarbonato en mitad de la noche. Después, la historia de la humanidad ha sido un movimiento constante incluso más allá de cualquier paraíso, como Adán y Eva; de cualquier cómoda esclavitud, como el pueblo de Israel; o de cualquier impedimento, como lo de la Torre de Babel. Dios confundió los idiomas de aquellos promotores inmobiliarios y los humanos nos vengamos con la invención de traductoras automáticas, cohetes y sondas interplanetarias, además de la multipropiedad. Nietzsche tuvo más gracia y simplemente declaró la muerte de Dios mediante publicación de esquela y a otra cosa mariposa. El hombre, así en colectivo, necesita espacio psíquico o físico en el que moverse, de otro modo se marchita como nenúfar sobre cemento. Nadie se puede condenar a sí mismo a subir una y otra vez la misma montaña que ya subió. Esa es nuestra esencia, un ser en movimiento continuo como el universo que nos acoge. Un ser que necesita reinventarse una y otra vez ante el espejo, y modificar de paso el mundo que lo rodea mediante cortinas de cretona.
Nuestra especie es tan disconforme consigo que incluso reniega de su propia naturaleza cuando la descubre ejemplificada en personajes públicos como Amy Winehouse, un susurro perpetuo de la letra de Sinatra, del rezo general de la humanidad. Amy hizo su camino. Los titulares sobre su muerte desvelan al fondo la lección moral con que este caso nos ilustra. Ha muerto joven, destrozada por las drogas, el alcohol y su falta de urbanidad, modales, decoro, orden y horarios fijos con pausa para comer dieta rica en fibra y bífidus, y dormir una media de ocho horas. Si Adán hubiera sido tan feliz en su paraíso, no habría probado la fruta; si Eva no hubiera estado tan horrorizada con la perspectiva de un matrimonio eterno junto a un tipo con tan poco mundo como Adán, no habría atendido al diablo que seguro la hizo reír un rato. Si dios no hubiese sido tan maniático con las manzanas, lo cual dice bastante poco sobre su salud mental, la existencia para el humano habría sido un tedio contra el que se rebelaría en un momento u otro. Así somos, no podemos evitarlo. La potente voz de Amy cabalgaba sobre los watios de los festivales con su negativa a ser como los demás. Su figura garabateaba sobre el escenario una reclamación implícita para que le permitieran buscar su tobogán entre la nebulosa de las drogas y los efluvios del alcohol, pero suyo, intransferible como esa alma humana que nunca pudo comprar ni dios ni diablo porque jamás estuvo en venta. Amy ha muerto. Tal vez fue feliz o no. Su biografía se convertirá en ejemplo para moralistas tanto como para algún desquiciado que anhele ser figura fallecida de la música contemporánea. La felicidad es un concepto más complejo que el de la independencia pero sin duda florece al borde del camino que cada uno traza para sí, sin interferencias de nadie con respeto absoluto a la propia forma de ser y de estar. Amy Winehouse había escalado hasta la cima de su voz, ya estuvo donde quiso y luego se dejó descender, pero por su camino, una actitud que para los carceleros públicos del pensamiento y la moral siempre resultará incomprensible.