El pueblo donde nació Diego el del Gastor, uno de los guitarristas más significativos del flamenco clásico, se va a conocer en toda España de forma injusta a partir de un suceso tan terrible como es el asesinato de una niña. No creo que exista un dolor mayor que el de ver a un hijo muerto y más cuando no ha sido la propia vida con sus leyes quien se lo ha llevado, sino la crueldad que habita en el interior del humano. El luto atraviesa las paredes de Arriate; cualquier vecino percibe el dolor que embarga a los padres y la familia de María Esther. En la intimidad aflora el miedo a que la guardia civil descubra que allí habita alguien capaz de matar y que como las malas enfermedades yacía oculto y silencioso hasta que se ha revelado su daño. Cuando los investigadores, en quienes los ciudadanos debemos confiar, desenlacen la trama de este suceso, sospecho que nada nuevo aparecerá bajo el sol y otra vez la urgencia informativa escribirá renglones sobre celos, o ánimo de venganza, o de superioridad sobre el otro a quien se destruye. El ser humano desarrolló una maldad previsible. Quien o quienes estén implicados en el crimen de María Esther no sólo han destrozado la vida de una familia como quien rompe un jarrón contra el suelo; si pertenecieran al pueblo habrían sido capaces de esparcir la semilla del daño entre una comunidad entera. Los habitantes de Arriate se declaran inquietos y expectantes ante el descubrimiento del culpable o culpables porque saben que su mundo no será igual a partir de entonces. Como en una tragedia griega muchos corazones quedarán desgarrados entre la sorpresa, la incredulidad, la vergüenza ante los demás, y el dolor propio. Arriate es un pueblo pequeñito donde todos se conocen y las parentelas se encuentran demasiado próximas. La atmósfera rural se vuelve irrespirable antes que la de una gran ciudad.
Conocí Arriate hace seis años o así. El Centro Andaluz de las Letras me envió para que realizara una lectura de mis poemas. Me acompañaron el director de cine Gaby Beneroso y nuestra amiga Azucena, preciosa burgalesa recién llegada como profesora de instituto a Málaga. Nos unía la curiosidad por conocer un pueblecito de la serranía rondeña donde nunca habíamos estado. Primavera. Aún permanece en mi memoria la luz de una tarde transparente y rojiza en el horizonte. Ronda disfruta de una fama merecida que a veces difumina al viajero la cordialidad y discreta belleza de los pueblos que la circundan como El Burgo, Benaoján, Grazalema, la divertidísima Cuevas del Becerro o Arriate. En el salón del moderno edificio de su ayuntamiento leí mis poemas, quizás demasiado urbanos para unos oyentes de todas las edades en quienes se percibía la costumbre de calma y vida en sosiego y orden perpetuo, tan lejanos a mis textos. Temí estar castigando a la audiencia con una hora de aburrimiento; al final un grupo de señoras se acercó cariñoso a felicitarme y agradecer mi presencia. Era yo quien sentía gratitud por su gesto con aquel poeta siempre incómodo entre sus propios versos y el público. Los tres anduvimos aquellas calles limpias y blancas. Muy bien conservada la arquitectura autóctona sin que parezca un decorado teatral como por desgracia sucede con otras muchas villas andaluzas. Bebimos y comimos en dos bares. Gentes amables y afables. Regresamos a Málaga con una impresión grata, para mí imborrable en el recuerdo. Arriate necesita ayuda en un trance tan escabroso como el que está viviendo. Necesita que paseemos sus calles como compañía para sus habitantes, que disfrutemos allí unas horas despojados de la curiosidad insana, del morbo de hacer preguntas o señalar las heridas que ha dejado un crimen; precisa que acudamos vestidos del interés viajero que sólo pretende descubrir un paisaje que se tatúa por sí mismo en la retina.