Ni besos, ni abrazos

15 Oct

medico1A mí, los galenos en general, me caen bien, sobre todo cuando estoy enfermo y acudo ante sus consultas como plañidera. Sin embargo, como mortal que consume sus años, considero que suelen quedar alejados de la realidad humana, quizás por estar tan atentos a microorganismos y otros desordenes biológicos que nos fastidian la existencia. Ahora, el virus de la gripe porcina, a modo de venganza, ha pasado desde la intimidad del cerdo a nuestros titulares, en formato de noticias pero también como arma política e incluso como acicate que agudiza el ingenio. Los médicos de Madrid, ilustres donde los haya, han elaborado un lema que constata un pobre futuro para ellos y sus familias si se dedicasen a la publicidad. Aconsejan que ni demos besos, ni la mano, que saludemos con un «Hola» y, supongo, sus traducciones en lenguas co-oficiales. Conozco bares donde la clientela sigue a rajatabla este consejo y cuando alguien entra, cigarro en la boca, manos en bolsillos, se limita a un alzamiento de mandíbula y el graznido de algún fonema gutural que la parroquia entiende como saludo de cortesía. Pero salvo en casi ecosistemas como el antes descrito y Japón, el humano es un animal efusivo que demuestra su afecto con apretones de mano que en zonas ibéricas deben manifestar una energía de varios kilopondios; de otro modo, el sujeto será tachado de endeble y tísico. ¿Y el beso? ¿Cómo vamos a dejar de darnos besos? Primero conoces a una chica y la saludas como un indio apache, luego cuando te pregunte qué comes durante la cena, pides otro tenedor y cuando haya probado tu plato ruegas al camarero que lo arroje a la basura, luego hablas de lo que te gustaría besarla si no hubiese gripe y os hacéis gestos, o al final de la cita, os dirigís a la clínica para que os realicen un análisis, ya puestos, también de VIH, venéreas y piojos; cuando lleguen los resultados el chico o la chica puede besar a la chica o chico, según gustos. Antes de tomar cualquier decisión deberían prometerse otra analítica cada cincuenta horas para que la llama aséptica continúe.
En efecto, si uno se queda en casa, desinfecta cada objeto que del exterior le llegue y las únicas relaciones con semejantes las mantiene por Internet, los virus lo tienen difícil. ¡Ay, dolor! Pero cada hora que transcurre nos acerca un poco más hacia la defunción y, más lastimoso aún, nuestro propio cuerpo activa solo las células que se vuelven locas y nos conducen al camposanto. Nacemos con el signo de la muerte tatuado en la espalda y la única burla que cabe es el sabio juego de la vida, con su dosis de pasión más allá de lo razonable y su trasvase de flujos, bacterias y saliva en cada beso y en cada abrazo que celebran con nuestros semejantes el gozo de cada día que la fortuna nos regala. Respondía Gómez de la Serna cuando alguien le preguntaba qué tal le iba: «Pues ya ve, aquí fabricando un muerto». Lo comparto, pero lleno de besos.

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