Los datos que Comisiones Obreras aportó días pasados sobre las tasas de paro y temporalidad de la juventud malagueña revelan profundas dificultades para su corrección. Entre menores de veinticinco años afecta al 49,3%, diez años más tarde, cuando a cualquiera lo ha corroído la desesperanza, continúa en un 32,4%, esto es, desciende un 16,9% en una década, en esa cuando los más preparados se lanzan al mundo laboral, y 1 de cada 3 jóvenes queda en el limbo de quienes perciben el futuro como una abstracción mayor y además nada halagüeña. En nuestra tierra la temporalidad en rima con precariedad aterrorizan como guadañas en manos de un destino funesto. Desde que hace unos doce años el despegue de la construcción inició su vuelo, buena parte de nuestros jóvenes marchó hacia las obras como vía rápida para disponer de dinero. La fiesta ha durado bastante más de lo que se preveía, aunque su final, como el de las noches memorables, haya legado a este último trienio una resaca que amenaza también con ser igual de duradera e insistente que los excesos que la provocaron. En una casa con dos hijos en edad de trabajar junto con un padre dedicado a la construcción, entraban con facilidad más de 6000 euros limpios al mes, cifra lo suficientemente tentadora como para coger ese pájaro en mano y dejar en el cielo de las incertidumbres futuras a los libros volando.
Ahora que la construcción ha detenido su ritmo de destrucción de la costa y los campos, y la obra pública casi desaparece por rigor presupuestario, nos encontramos con una población de más de veinte años que padece una preparación académica muy deficiente, una especialización laboral ahora poco útil y lo que es peor, una capacidad de reciclaje mínima. Imagino que este panorama es extrapolable a cualquier otra comunidad autónoma y a muchas otras provincias de España, pero la economía malagueña desliza sus pies siempre por un barrizal que la obliga a delicados equilibrios. El sector turístico ofrece faena según meses, y según las coyunturas internacionales, lo que no constituye una alternativa sólida. Parte de nuestra población considera que el disponer de títulos estudiantiles no sirve para mucho. En efecto, el título de por sí no se comporta como varita mágica que imprima billetes ante nuestros ojos, debe ir combinado con otros muchos factores como personalidad, disposición de horario y domicilio, junto con otra serie de elementos, pero esos saberes sí garantizan el que se dispone de una formación capaz de abrir puertas hacia el reciclaje de conocimientos porque, con sus estudios, la persona ha cultivado una serie de habilidades que faltan a quienes se lanzaron casi adolescentes hacia los tajos. Esto significa en realidad la cultura. En un mundo tan cambiante, con vidas laborales que se prevén más largas que las actuales, esa falta de capacidades actúa como una piedra atada al cuello de muchos de nuestros jóvenes mientras nadan contra la marea. A ver cómo se corrige este futuro imperfecto por culpa de un pasado donde se conjugó un exceso de subjuntivos, es decir, de irrealidades y sueños de grandeza como si la existencia fuese amable.