Igual que aquella nube del volcán islandés, poco a poco se está propagando el debate sobre el uso de los velos islámicos en los municipios españoles. Ya han llegado sus réplicas a Málaga y el pueblo de Coín se dispone a elaborar una normativa que encauce este problema. ¿Problema? Me pregunto a la vez que tecleo las letras. Para mí, mientras menos se legisle, mejor; bajo esos velos regulamos cuestiones de moral privada. Me desagrada cuando he visto a una mujer enfundada en un niqab; junto a ella suele caminar un tipo a la usanza occidental más o menos modernilla. La dificultad estriba en saber si en ese caso existe maltrato o no, esto es, si esa mujer viste un símbolo de sumisión a su pareja con libertad o mediante imposición, y con estas dos palabras se me abren múltiples interrogantes nuevos. El ser hijo de una determinada cultura también anula parte de nuestra capacidad de elección. ¡Que alguien hubiese intentado que nuestras abuelas de los años cincuenta se bañasen en bikini! ¿Volverán los uniformes escolares para evitar los velos? Cualquier normativa sobre moral privada ramifica los interrogantes y temo a las consecuencias que se puedan derivar incluso contra nuestra propia visión del mundo. No sé si se trata de un problema. En España la inmigración musulmana mayoritaria es marroquí; allí el velo integral no es de uso común. El esgrimir argumentos como la seguridad, puede transformarse en un bumerán que vuele contra, por ejemplo, los nazarenos en Semana Santa. Ya surgieron voces contra la confección de belenes en los centros escolares por mor de un laicismo ultramontano que incluso quiere arrasar con usos ya desacralizados aunque de origen religioso, con tal de no plantarse el trato a las otras religiones en la vida común.
Considero más eficaz el que se informase de modo obligatorio, incluso en colaboración con las mezquitas, a las mujeres musulmanas de cuáles son sus derechos en España, de cuáles son sus posibles protecciones sociales o jurídicas para que puedan sentirse libres y denunciar cualquier maltrato o esclavitud doméstica. Pero la elección de vestuario y dogmas corresponde a ellas. Nosotros tenemos la obligación de informar y actuar en caso de delito. Ayer vi en la Alameda a una señora muy mayor vestida con chilaba, pañuelos y con bolsas del mercado. Si legislamos con un bisturí, las pobres pueden verse oprimidas por una normativa redactada por su bien que, sin embargo, evitarían esos ricos jeques cuyas mujeres sí visten burka pero viajan en limusinas con cristales tintados, aviones particulares, prerrogativas diplomáticas en sus pasaportes para que nadie contemple su rostro y nunca padecen el derecho de acudir a un colegio público, ni a organismos oficiales para rellenar documentación, ni tampoco al mercado junto a la Alameda. Sus palacios se encuentran en nuestro país y sus yates en nuestras aguas. Pero son árabes y no moros. Cuidado porque a causa de una defensa de derechos humanos quizás vulnerados, o no, podemos convertirnos en martillo de las herejes, eso sí, pobres, de esas obligadas a exhibir su fe por las calles.