Un principio publicitario, quizás escrito quizás no, indica que al cliente no se debe molestar, al menos hasta el punto en que desee la destrucción bíblica del producto publicitado. A mí me embarga tal sentimiento de odio varias veces al día desde hace un par de años. Cada tarde -y mañanas- recibo llamadas que insisten sobre las ventajas que para mí supone un cambio desde los brazos de mi actual operador telefónico hacia otros. Utilizan desde cálidas locutoras con fuertes acentos sudamericanos, hasta una máquina a la que han metamorfoseado con voz de señor serio, grave y español. Según los estudios de mercadotecnia parece que confiamos en los ingenios masculinos, pero en humanos femeninos. Quizás resabios de aquellos mecanos infantiles y maternidades subconscientes. Recibo unas cuatro o cinco llamadas diarias que responden a una estrategia publicitaria agresiva en la que me veo como un humilde filete de vacuno sumergido en una pecera de pirañas, o entre autómatas, masculinos por supuesto, deseosos de mi línea telefónica. Al principio por educación con la trabajadora, o con el programador de aquel prodigio electrónico, oía las ofertas; luego, con igual educación, a cada instante disminuida, declinaba unas quince veces sus magníficas mejorías.
Estos genios de la telefonía agresiva han estudiado los horarios en que encuentran en casa al cliente, pero ¡ay dolor! no investigaron en qué condiciones. Yo, por ejemplo, me levanto a las seis treinta de la mañana, como la multitud que nos vemos en algunos de los atascos de tráfico. Cuando llego a las cuatro de la tarde, la comida hecha, los platos arrojados al fregadero, suelo realizar un paréntesis vital (vulgo, siesta) que me permita el abordaje de tareas vespertinas sin que parezca un drogado, o un zombi. Sintonizo un buen documental -por ejemplo, la originalidad de los leones en el Serenguetti-, y en el sillón me entrego cual amante a Morfeo, que tarda en recogerme en su regazo unos tres segundos. Y ahí, en ese instante un ring-ring (en inglés, anillo-anillo) me despierta de tan sesudas obligaciones. ¿Y aún piensan los cerebros de estas campañas que les daré un «Sí. Quiero»? ¿Que un ser rencoroso y avieso como yo les va a entregar su tesoro telefónico? ¿Y por qué no viene uno de los jefes a llamar a mi puerta a esa hora y se lo explico con un par de razones en la boca? El problema radica en que muchas compañías mercachifles consideran al consumidor como un imbécil. Y seguramente lo seamos porque luego las quejas sobre el funcionamiento y trabas ante la huida del cliente que muchas compañías telefónicas reciben así lo demuestran. Quizás si invirtieran en mimos al cliente, más que en acosos, sus números se imprimirían en negro. ¿Do aquella publicidad informativa? ¿Do aquellos informes en los medios que halagaban la inteligencia? Por su bien espero que los diseñadores de estas campañas no aborden con iguales métodos a presuntos amores de barra. Malas noches intuyo.
Telefonía agresiva
13
Ene