Demasiados episodios bíblicos han sido mal interpretados a lo largo de la historia. Sus consecuencias escriben páginas de dolor y sangre para la humanidad que se ha apedreado a sí misma cada vez que ha tenido ocasión como si el simple transcurso del tiempo con sus recovecos de enfermedades, catástrofes y miserias no infligiese de por sí bastante daño. Leamos el capítulo de Caín y Abel, por ejemplo. En aquel juicio sumarísimo y sin abogado, Caín sufrió una condena eterna y, según los versículos, Dios puso una marca sobre su piel para que los demás hombres no lo matasen, previsión absurda en un planeta habitado sólo por Adán, Eva y Caín que con aquella muerte condenó a sus padres a que procreasen más allá de lo razonable en una época donde aún no habían aparecido los implantes mamarios, ni las píldoras excitantes de la libido. Me ofrezco como defensor de Caín, el matarife por antonomasia, por delante incluso de los Manson o del director de Mujercitas, el Caín exterminador del 25 por ciento de la población mundial que además, maravillas de la estadística, toda esa cantidad era su hermano. Un asunto turbio. Pido que se reabra la causa por cuestiones morales; la marca que Dios impuso a Caín, según alguna secta seudo-cristiana, se materializó en la negrura de su piel, argumento que esgrimieron los estados sureños como justificante de la esclavitud durante el ominoso siglo XIX norteamericano.
El señor Caín, agricultor de profesión estaba obligado a entregar una parte de la cosecha a Dios que ejercía un servicio en argot llamado de “protección”, con castigos eternos para quien no colaborase. Mi defendido, se enfrentaba a duras condiciones laborales en unos terrenos semidesérticos que apenas entregaban frutos. Sin aperos de labranza, sin aire acondicionado, sin tabaco de mascar ni agua gaseosa, aquella profesión representaba un infierno, agravado por las exigencias de desembolsos continuos para el servicio de protección divino, llamados “sacrificios” de modo eufemístico.
En este contexto, el señor Abel, ganadero de ovicápridos, ofrecía al “Creador”, como también era conocido el cabecilla de las imposiciones, unos animalitos más de su gusto que la dieta mediterránea y vegetariana que mi defendido podía entregar al, también llamado en ciertos ambientes, “Señor de los Cielos”. Resumo lo que sucedió. Los ganados del señor Abel se comían las verduras del señor Caín quien además cada vez sentía una mayor presión del “Gran Jefe” que exigía, según testimonios, patatas para que acompañasen en la mesa (en jerga “altar”) a los ovicápridos entregados por el señor Abel, además de algunos vinos generosos, caprichos de imposible solución para el Señor Caín, pues ni aún se había descubierto América, ni había transcurrido un tiempo suficiente desde la Creación del mundo para que la primera añada de tintos riojanos estuviese lista.
Cuando mi cliente se dirigió para protestar todos estos desafueros al señor Abel, su hermano y único refugio frente a la adversidad que suponía el apodado “Todopoderoso”, la única respuesta que halló fue un pésimo solo de flauta del señor Abel, dueño del ganado que esquilmaba los huertos y coadyuvante de la red de extorsiones por su actitud pasiva y casi cómplice con aquel llamado “Padre Supremo” con quien tan buenas relaciones tenía y que por su intensidad desprenden al fondo un tórrido romance con pasiones inconfesables. Imaginemos la soledad de aquel campesino, contemplemos sus sueños de una existencia próspera destrozados por un matón que lo estrujaba sin escrúpulos y por un hermano, en cierto modo, partícipe de aquella situación y atraído por sus cercanías al poder. No se dirigió a casa a por la escopeta, no, ni a por la piedra con mimo tallada, no, sino que enloquecido golpeó a su hermano con una quijada de burro que a sus pies halló. ¿Puede alguien calcular un instrumento más burdo para el crimen? Extraigan sus conclusiones. Las mías señalan a aquel Caín poseído por un ataque de ansiedad. Su mala fortuna ocasionó que un golpe, destinado antes al miedo que a la herida de su receptor, produjese aquel famoso óbito, sí, pero no como asesino, sino como homicida, cuya actuación queda afectada por una seria atenuante de enajenación mental transitoria, jamás tenida en cuenta, y por otra de desesperación ante una familia mafiosa que urdió una trama para borrar las pruebas de sus implicaciones. Ya saben, el juez es el “Jefe”, en algún documento alias “Padre Supremo”, y las actas y condena se escriben según sus dictados. El tipo desaparece y no queda rastro. ¿Dónde está Caín?
Caín
5
Ago
Una gran imaginación que, lamentablemente, no se ajusta a la verdad. Si a bien tiene recibir a un emisario del Padre Supremo, este le aclarará lo que aquel quiere, para vuestra satisfacción. Un fuerte abrazo…….