Uno de los humanos que naufraga entre el pillaje de las noches lo encarna aquel que busca ligar con las camareras en los bares de copas. Siempre que el paseante fije su atención en la fauna que puebla las barras, descubrirá algún ejemplar allí apostado. El que pretende camareras interpreta sus sonrisas de amabilidad y buen trato como signos claros de amor hacia él. Nunca cae en la cuenta de que mientras el cliente se divierte, ella trabaja, ni de que la minifalda y los tacones adornan en ese caso un uniforme de trabajo que la camarera con gusto cambiaría por zapatillas y bata guatiné de pink house-wive fashion, es decir, de moderna ama de casa con rulos y a lo loco. Una de las características morfológicas del tipo que nos ocupa es su reticencia a soltar el vaso de tubo, siempre adherido a su mano, aunque esté vacío, tal vez, desde un punto de vista freudiano, como símbolo fálico que exhibe ante la chica cuando ella corre de un lado a otro del negocio, sin ánimo de danza pre-coital, sino como imperativo por las demandas de su clientela.
Mientras la trabajadora se desvive, el que intenta conseguir camareras le grita anécdotas, bajo los altavoces donde truena la moda, le arroja chistes, piropos, incluso, cuando ya se atreve, a los que ella sonríe como un autómata para que no se borren de su memoria los seis combinados distintos que pidieron en la mesa del fondo. El ligón de camareras suele ser el último en salir del local, con frecuencia frustrado, cuando llega el novio de la camarera que finalizará su noche, con ducha, un posible masaje en los pies y quizás alguna guerra de cama que el que pretendía camareras resolverá solo, una vez más, ante el porno televisivo de las horas onanistas, cuando la madrugada cuadre su balance de errores.
El que pretende camareras
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Jun