Andaba yo muy preocupado esta mañana, sin levantarme de la silla, por culpa de la crispación que rezuma la actualidad. Ojeaba el periódico en el bar de abajo, como siempre, aunque hoy con menor apego hacia el cantinero, por ser empresario hostelero del centro con terracita del zas y hoy el último día para las alegaciones. Algo habrán hecho mal con sigilo, nocturnidad y alevoso ánimo de lucro como para encontrarse así de señalados, supongo. Hay que ver, con los buenos ratos que hemos echado juntos este y yo al fresco, qué lástima que me haya estado maltratando un poco, sin yo notarlo mucho, embaucado, inocente de mí, por ese trato exquisito que me ha dispensado durante tantos años, voladizos. Fíjate tú el toldo, que hasta a punto estuvo de ser el padrino de uno de mis churumbeles, ay, la vida.
Tener un amigo hostelero del centro en estos tiempos que corren significa sufrir una decepción segura. Debe de tratarse de una sensación parecida a la de tener a otro íntimo dedicado a la política y encontrártelo, de repente, imputado en tu tele por corrupción, pero no en cualquier televisor, en el del salón de tu casa, nada menos, será canalla. Un empresario hostelero del centro es un ser molesto por ordenanza municipal, que es lo mismo que por desgracia divina. Si su negocio está situado en una calle prohibida se le colocará un cartel que indique que se trata de un señor ruidoso con un provocativo tambor que a partir de medianoche lo seduce, sin discusión ni posibilidad de prueba en contrario que mida, de manera individual y a ciencia cierta, el follón que lía realmente ese ser tan despreciable que nos impide dormir. De hecho, estaba observando en un avance informativo a la señora del abrigo azul que vociferaba, “al trullo, al trullo”, ayer en la puerta del Tribunal Supremo y me contagió su ira. ¿Manolo el del bar, mi amigo?, ¿qué amigo? ¡Al trullo con él! ¡Si votará a VOX!
La crispación, ya lo dije al principio, te da alas isotónicas, consigue que se te inyectan los ojos en sangre y te proporciona ese picor de pies que te obliga a practicar bailes regionales. ¿Te pasa algo, Gabriel?, me preguntó amable esta mañana el del bar de abajo, cuando a punto estaba de decirle lo que podía hacer con su gato. Nada, Manolo, nada, que los perros del Curro no me han dejado dormir, le contesté antes de irme sin dejarle propina y aconsejarle que juntase más ls mesas, porque seis metros, con mi anchura, no me parecían suficientes para regresar a casa sin tropiezos.
Perdón, que me enervo, a lo que iba: ahí, a tortas con los presupuestos andan estos listos en el Congreso. Ni ganas me quedan de oír los argumentos de los que no comparten mi ideología. ¿Mi ideología he dicho? ¿Me quedará algo de ideología? Bueno, pues mis ideas transversales, como lo llaman ahora, ahorrándome tiempo que perder buscando en wikipedia a Keynes o a Milton Friedman para parecer un entendido en el tema. ¿Y ya os habéis olvidado de los huesos de Franco o qué? Pero, ¿qué relator? Y el señor Page con quién va, ¿con el PSG o con el Olympique? ¿Y la manifestación del domingo? ¡Qué desastre y que risas! A ese mismo sitio, que ella sabe, mandaba yo a Eva Hache, o mejor aún, a Carvajal, al futbolista que contesta defendiendo su banda de la derecha. Este es como los de la Asociación del Carnaval de Málaga, que firmaban manifiestos de apoyo a un Metro que llegaba a un sitio en contra de a otro, y desde entonces se les conoce como “asociación de los que van al carnaval en metro desde donde les dice el alcalde y a mandar”. Ofú, qué bien sienta la crispación, desfogarse así, las banderitas con enemigos y las riñas tumultuosas sin violencia física. Qué sosiego, enfadarse y maldecir de las obras de la ciudad. ¿Para qué tantas obras?
Iba a decirles que se amaran mucho mañana y se regalasen diamantes, pero después de lo a gustito que me he quedado por culpa de Manolo, les recomiendo mejor que se odien mucho en paz y disfruten del día. Tan sanamente.