A dos bandos

8 Mar

Hay teóricos de los dos bandos desde siempre. Tienen a los que aman, con los que se identifican en la verdad, y a los que odian, por ser diferentes, débiles o misteriosos, separados por una línea de justicia. Yo pertenecí a uno de ellos de pequeñito. Cuando el uso de razón se me tambaleaba, me costaba, por ejemplo, enfrentarme a una película del lejanísimo Oeste sin saber antes quiénes eran los buenos y los malos. No saberlo me causaba desasosiego. Sufrimiento paritario mal empatado. No me cabía el disfrute de la venganza sanguinaria de las buenas personas así, sin saber si iban ganando o perdiendo los que debían, sin conocer el recuento exacto de pena o gloria en la batalla, sin oler la pólvora en mi revólver, desfallecido ante tantas dudas de chamusquina.
Por tal necesidad, me las ingenié de varias maneras para averiguar con avidez si el asunto de las muertes de la tele iba bien o mal encaminado, para situarme en el lugar correcto. El recorrido más corto suponía preguntarle directamente a mi padre, que lo tenía al lado, pues solía compartir sus gustos con mis películas, pero sus disertaciones sobre el bien y el mal parecían orientalizantes. Yo creo que leía demasiado. También podía ser por culpa de Simon y Garfunkel. En algún caso pude quedarme dormido oyéndole, en medio de Little Bighorne, sin que me quedase del todo claro, ni mi bando ni el suyo. El camino más rápido era coger al vuelo a mi madre, que entraba y salía del salón como en el poema de Girondo, y pedirle ayuda. Observaba un segundo al protagonista. Indios, decía, aleteando. O vaqueros. Y acertaba. Siempre. O yo confiaba en ella. Casi siempre.
Con el devenir cinematográfico, fui advirtiendo nuevos detalles que me aportaban pistas y me afinaban los trucos. Si el indio hablaba en su propio idioma, era malo. Si gesticulaba, tonto. Pero si hablaba en español o con subtítulos, era buenísimo de llorar y de levantarse en armas. Eso servía también para los bárbaros mongoles, pero nunca para los japoneses de la II Guerra Mundial, que no levantaban cabeza desde su lado oscuro.
Alcanzada la edad suficiente, si eres lúcido, te orientalizas y duermes a tu sobrinito a tu lado, explicándole quiénes son los buenos, si los de Podemos, los de Ciudadanos, los de Izquierda Unida o el PSOE. Y quiénes los otros, que nunca gesticulan pero pueden curarse leyendo, hablando catalán en la intimidad sin subtítulos, o poniéndose en el lugar de los menos privilegiados, salvo alguna cosa. ¿Quién me mandaría escuchar a Simon y Garfunkel? Y, claro, te roncan.
O sucede eso, o si no alcanzas la lucidez con plenitud, si no has madurado a tu hora por algún defecto de serie, por un síndrome antiguo, o algún mal golpe juvenil en la cabeza, entonces continuas dividiendo las cosas en los terribles dos bandos irreales contra los apaches, el de los tuyos y el de los monstruos; el de las personas como dios manda y el de los enemigos peligrosos… A un lado los cristianos viejos y al otro los conversos, conmigo los españoles y contra mí los emigrantes que se tiran al mar; en el sitio correcto las asociaciones declaradas de utilidad pública que velan por la limpieza del alma y en el otro, los enfermos mentales que confunden su pene con su vulva. Buenos censurados contra niños malvados del lobby gay, que llevan al cole en la mochila todo el peso de nuestros prejuicios.
Algún autobús podrá salvarnos. Rezad por los malos, que no lo son tanto. Pero más aún por los buenos y los regulares.
Que no te engañen. Hazte oír.

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