Corría el año 99. Y corría mucho. Yo iba un poco más lento, frenando, por miedo al precipicio que se avecinaba en mis telediarios. El efecto 2000 me anunciaba que los ordenadores iban a rebelarse y yo temía encontrarme con algún botón en mi Windows que lo borrase todo. Así las cosas, cuando llegaba al 33% del bar de mala muerte que regentaba, esperaba, sobre todo, consuelo por parte de mi selecta clientela. Uno de aquellos era un supuesto joven poeta que maldecía por los rasgos que le conferían aquella mocedad eterna. Había sido el más joven del 88 y después de aquello, la losa del candor de sus rasgos físicos le perseguía en cada reseña. No era extraño. Quien no lo conociera en la distancia corta podría suponerlo niño aún en razón a su oficio, habida cuenta de la experiencia indispensable para labrarse un camino en el mundillo literario. Los demás, los que lo compartíamos en sus ratos libres, comprendíamos la ironía de sus aseveraciones, siempre en su sitio y en contrapunto con ellas mismas. Ya era un joven viejo escritor, con la perspicacia más traviesa que yo he conocido.
Sí, venía a menudo a mi bar y saludaba a pasitos cortos. La niña de las manos en los bolsillos le sonreía al entrar y mientras le llenaba la copa, me decía que el nombre de la calle estaba bien puesto: San Juan de Letrina. O que decir andalias en lugar de sandalias era una prueba de la sabiduría popular. O que en época de elecciones municipales, todo alcalde malagueño en funciones, propondría un nuevo plan para el Guadalmedina. Inteligente y despistado, de andar por casa, me acompañó a los otros lugares que sólo él conocía, cogiéndome fuerte del alma para que no me extraviase.
Ya no se quejará tanto de su apariencia juvenil. Del 88 al 99 van 11 y de ahí al 11 de este siglo, otros 12. Veintitrés años después, su carito de niño le seguirá importunando, pero menos. La usará para seducir porque mi amigo Álvaro es, ante todo, eso, un seductor. Un hechicero de conjunciones astronómicas, que nos hace afortunados sin esfuerzo, por dedicarse a escribir.
Álvaro García ha sido galardonado con el XXIV Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, a decisión de un jurado presidido por Víctor García de la Concha y compuesto por Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Colinas, Pablo García Baena, Joaquín Pérez Azaústre, Jaime Siles y Luis Antonio de Villena, en una convocatoria al que se han presentado casi un millar de obras de autores de treinta y tres países y, ante todo hay que celebrarlo. En común, por su impronta malagueña y por preservar el legado poético que fraguaron tantos escritores de nuestra ciudad en la historia literaria reciente. Álvaro, el primero. Juanma, José Antonio, Camilo, Curro, José Luis… los próximos. Pero, en mi caso, además, de forma particular, por lo que ha significado –significa- en mi vida.
De “Canción en Blanco”, la obra premiada -compuesta por un solo poema-, dice Álvaro: “es un tríptico sobre el amor como totalidad. Cada poemario es una aproximación también al lenguaje como absoluto. La poesía es el lenguaje absoluto que nada tiene que ver con el lenguaje cotidiano”. Y sobre el momento actual: “no creo en la poesía con un tema social añadido. Si todo el mundo leyera poesía avanzaría la sociedad, avanzaría más que con los políticos. La única revolución no sangrienta es la poesía”.
Yo añado: la única revolución sangrienta también es la poesía.