He participado en el “Congreso Internacional por la educación socioemocional” (CIPESE), celebrado en la ciudad colombiana de Villavicencio los pasados días 7 y 8 de mayo. El Congreso tuvo carácter gratuito y estuvo organizado por la Fundación “Crear soluciones con las manos”, dirigida con indudable eficacia por Martha Prieto e integrada por un grupo de jóvenes empáticos, entusiastas y trabajadores. También organizaba el Congreso Cofrem, una importante Caja de compensación familiar de El Meta, cuya capital es Villavicencio. Respondieron a la convocatoria más de ochocientas personas, en su mayoría docentes.
Se fueron desarrollando las diferentes actividades (conferencias, talleres paneles…) en el Parque de la Vida, anexo al Colegio Vainilla en el que tuve la feliz oportunidad de conversar con tres grupos de alumnos y alumnas en un clima de receptividad, de apertura y de intensa emoción. Formidables jóvenes que te hacen soñar con un mundo que será mejor del que nosotros les dejamos. Una de las alumnas, en el trascurso de la conversación, cuando les decía que tenían que atreverse a pedir, a dar, a recibir, a rechazar y a encajar, levantó la mano y me preguntó:
- ¿Puedo darle un abrazo?
- Claro que sí, le dije. Ahora mismo.
Nos dimos un abrazo que sus compañeros aplaudieron. Al volver a su puesto se aplaudía a sí misma por su coraje, dando saltos y batiendo las palmas por encima de su cabeza.
Cada vez se hace más patente la necesidad de la educación emocional. La felicidad de los seres humanos echa sus raíces en el ámbito de nuestra salud emocional. No está conectada con el dinero conseguido, el poder alcanzado o la fama conquistada. Por otra parte, en el mundo de los sentimientos afianzamos la autoestima, garantizamos la salud mental, encontramos las estrategias para la comunicación sana con el prójimo y alimentamos la disposición emocional hacia el aprendizaje.
Sin embargo, la escuela sigue siendo el reino de lo cognitivo, pero no el reino de lo afectivo. La pregunta de la escuela es cuánto sabes, pero no cómo te sientes. Y el currículum fija sus objetivos en el conocimiento académico pero no en el reconocimiento de las emociones y en su regulación. Ya en 1978, Alexander Neill, fundador de la escuela de Summerhill, tituló así uno de sus libros: “Corazones, no solo cabezas en la escuela”.
Fueron dos días de intenso trabajo, de numerosos encuentros y de ricos aprendizajes. Claro que la tarea fundamental que se nos presenta a los asistentes es trasladar a la vida cotidiana y al trabajo todo aquello que aprendimos durante esos dos días trepidantes. Mi temor radica en que todo el esfuerzo realizado por los organizadores, por los expositores y por los participantes quede reducido a la entrega de una certificación académica.
Sucede algunas veces. Al regresar al trabajo o a la familia, los participantes son destinatarios de una lógica pregunta:
- ¿Qué vas a hacer ahora?
Pregunta que, a veces recibe una decepcionante respuesta:
- ¿Cómo ahora, si el Congreso terminó ayer por la tarde?
¿Para qué sirvió, entonces? Esa es la cuestión. Hay una perversión meritocrática que consiste en medir la bondad de la formación de un profesional por el ángulo que forman los certificados que ha ido acumulando durante la vida cuando los coloca debajo de los brazos. Nada cambia en la escuela. O, mejor dicho, nada mejora. Hago esta distinción porque no todos los cambios son mejoras. Un amigo le dice a otro:
- ¡Qué pena esta vida, nadie cambia.
El interpelado contesta.
- No digas eso porque yo he cambiado muchísimo desde el año pasado.
Observación que matiza el amigo:
- Me refería para bien.
Esta tremenda trampa se ve muy bien reflejada cundo al comenzar una experiencia de formación, dice uno de los asistentes a la organización:
- ¿A cuánto se puede faltar?
Es decir, ¿cuánto tiempo me puedo ahorrar con tal de que me entreguen el certificado? Claro que es más grave, como me ha comentado que sucedió no hace mucho tiempo, que formule la pregunta quien va a impartir la sesión.
En la clausura hice alguna reflexión al respecto. Formulé el siguiente interrogante: ¿Y ahora qué? Porque es ahora cuando empieza de verdad el Congreso. Es ahora cuando se puede comprobar para qué ha servido tanto trabajo y tanto esfuerzo
Alguien hizo referencia en la clausura a un cuento que he incluido en mi último libro “La caja mágica. Historias para pensar y para sentir”.
Cuentan que en la historia del mundo hubo un día terrible en el que el Odio, que es el rey de los malos sentimientos, los defectos y las malas actitudes, convocó a una reunión urgente a los sentimientos más oscuros del mundo y los deseos más perversos del corazón humano. Éstos llegaron a la reunión con la curiosidad de saber cuál era el propósito. Cuando estuvieron todos, habló el Odio y dijo:
- Les he reunido aquí a todos porque deseo con todas mis fuerzas matar a alguien.
Los asistentes no se extrañaron mucho, pues era el Odio el que estaba hablando y él siempre quiere matar a alguien. Sin embargo, todos se preguntaban entre sí quién sería tan difícil de matar para que el Odio los necesitara a todos.
- Quiero que maten al Amor, dijo.
Muchos sonrieron malévolamente pues más de uno quería destruirlo. El primer voluntario fue el Mal Carácter, quien dijo:
- Yo iré, y les aseguro que en un año el Amor habrá muerto, provocaré tal discordia y rabia que no lo soportará.
Al cabo de un año se reunieron otra vez y al escuchar el informe del Mal Carácter quedaron decepcionados.
- Lo siento, lo intenté todo; pero cada vez que yo sembraba una discordia, el Amor la superaba y salía adelante.
Fue entonces cuando, muy diligente, se ofreció la Ambición que, haciendo alarde de su poder dijo:
- En vista de que el Mal Carácter fracasó, iré yo. Desviaré la atención del Amor hacia el deseo de la riqueza y el poder.
Y empezó la Ambición el ataque hacia su víctima, que efectivamente cayó herida y adoró a los ídolos, que son una tentación constante y una causa frecuente del alejamiento del amor verdadero. Pero después de luchar por salir adelante, el Amor renunció a todo deseo desbordado de poder y placer y triunfó de nuevo.
Furioso el Odio por el fracaso de la Ambición, envió a los Celos quienes, burlones y perversos, intentaban toda clase de artimañas para despistar al Amor y lastimarlo con dudas y sospechas. Pero el Amor, confundido, lloró y pensó que no quería morir, y con valentía y fortaleza se impuso sobre ellos y los venció.
Año tras año, el Odio siguió en su lucha enviando a sus más hirientes compañeros. Envió a la Frialdad, al Egoísmo, a la Indiferencia, a la Pobreza, a la Enfermedad, y a muchos otros que fracasaron siempre; porque cuando el Amor se sentía desfallecer, tomaba de nuevo fuerza y lo superaba todo. Cuando venían las desgracias parecía sucumbir, pues los golpes imprevistos no permiten muchas veces reaccionar, a causa del abatimiento y turbación que se levantan en el alma; pero, con un poquito de paciencia, el Amor salió victorioso. El Odio, convencido de que el Amor era invencible, les dijo a los demás:
- Veo que el Amor es invencible. Nadie ha podido matarlo. El Amor ha superado todas las pruebas. Ha sido más fuerte que todas las dificultades.
De pronto, en un rincón del salón, se levantó alguien poco reconocido que vestía de negro y llevaba un sombrero gigante que caía sobre su rostro y no lo dejaba ver. Su aspecto era fúnebre como el de la muerte.
- Yo mataré al Amor, dijo con seguridad.
Todos se preguntaron quién era ese que pretendía hacer solo lo que ninguno había podido. El Odio dijo:
- Ve y hazlo.
Había pasado poco tiempo, cuando el Odio volvió a llamar a todos los malos sentimientos para comunicarles que después de mucho esperar, por fin el Amor había muerto. Todos estaban felices, pero sorprendidos. Entonces el sentimiento del sombrero negro habló:
- Ahí les entrego al Amor totalmente muerto y destrozado,
Y sin decir más, se iba.
- Espera, dijo el Odio, en tan poco tiempo eliminaste por completo al Amor, lo desesperaste y no hizo el menor esfuerzo para vivir. ¿Quién eres?»
El sentimiento levantó por primera vez su horrible rostro y dijo:
- Soy la Rutina.
La rutina es ausencia de amor, es monotonía, y la monotonía es falta de energía y de coraje. La rutina es el cáncer de las instituciones. La energía que ha generado el Congreso ha de servir para alimentar el amor a la tarea y el amor a las personas con quienes se trabaja. Ha de romper la rutina a través de la innovación. Dice Emilio Lledó que la profesión docente gana autoridad por amor a lo que se enseña y por el amor a quienes se enseña.