Tengo que tener más memoria

20 May

Herman Wiederwohl Los castigos en los centros escolares constituyen una excelente plataforma de reflexión. ¿Por qué motivos se imponen?, ¿qué naturaleza tienen?, ¿qué se pretende con ellos? Con ser importante esta cuestión, lo es más el preguntarse si una vez impuestos consiguen en un margen de tiempo razonable lo que se pretendía alcanzar. “Trabaja en impedir delitos para no necesitar castigos”, decía Confucio. El dolor es estéril y, en ocasiones, lleva aparejados tremendos efectos secundarios incontrolables. Se puede conseguir con castigos que los alumnos se callen o que no se muevan, pero acaso se ha cortado para siempre la relación educativa. Sobre todo si los alumnos y alumnas perciben que en la actuación del educador hay odio y no amor, hay venganza y no justicia, hay represalia y no ayuda, hay irracionalidad y no sentido común.
No se puede olvidar que la escuela es una institución educativa, no coercitiva. La finalidad fundamental de la institución escolar es conseguir que los alumnos aprendan a pensar y a convivir. No es lo esencial conseguir que están en silencio, quietos y en actitud sumisa. La escuela no pretende forjar profesionales de la obediencia.
Algunos tienen una visión errónea sobre la conflictividad en la escuela. Piensan que se ha perdido la autoridad, el respeto mútuo y la más elemental cortesía. No lo veo así. Coincido en este aspecto con Luis Rojas Marcos quien, preguntado hace unos días en este periódico por el aumento de la violencia en las escuelas, contestó: “Siempre ha habido acoso escolar, aunque antes no se llamara así. Era algo normal. Conmigo por ejemplo, se metían mucho. Me llamaban “gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos…”. Al menos era el capitán.. (risas). Lo que quiero decir es que ahora la violencia llama más la atención y se le da más importancia en los medios de comunicación, lo que es bueno, porque ayuda a erradicarla”.
Hay muchos comportamientos irracionales en las prácticas disciplinarias. Y, concretamente, en el régimen de sanciones. Me decía un orientador hace varios días, apesadumbrado y a la vez escéptico: ¿Qué le puedo decir a un compañero que impone a un alumno el castigo de escribir cien veces la frase “tengo que tener más memoria”?
No resulta fácil meterse en la cabeza de ese educador y saber lo que pretende al imponer semejante castigo. ¿Quiere que el alumno no se olvide de las cosas?, ¿quiere hacerle ver que tiene una memoria frágil?, ¿pretende ocupar su tiempo de manera obligada para que sienta recortada su libertad?, ¿quiere hacer sentir la autoridad del profesor?, ¿quiere que aprenda a repetir?, ¿desea que aprenda a escribir?, ¿intenta que escarmienten quienes ven realizar esa absurda tarea?
Las personas necesitan una consistencia normativa. Necesitan saber a qué atenerse. Donde hay que trabajar y convivir juntos son necesarias unas normas que permitan hacerlo con facilidad. Hay que decir que tenemos derechos, pero que también tenemos obligaciones. Ineludibles obligaciones. El problema radica en cómo se explica y se exige el cumplimiento de esas obligaciones. Y en decidir qué hay que hacer cuando se lesionan los derechos de los demás. Nadie puede impunemente dejar a otro sin el ejercicio de sus derechos. Lo tienen que saber los alumnos. Pero hay que saberlo explicar y exigir.
Creo que la disciplina ha de tener una dirección ascendente o, a lo sumo, horizontal. Es cuando resultará efectiva y, sobre todo, educativa. Las personas pueden darse pautas de comportamiento, pueden consensuarlas de forma inteligente ¿Qué debemos hacer todos para que sea posible trabajar y convivir? No hay que imponerlas como si las personas fueran imbéciles o irresponsables. Quien hace las normas trata de cumplirlas, quien recibe imposiciones (sobre todo si las considera injustas, irracionales, interesadas o autoritarias) trata de ignorarlas o de infringirlas.
Puede consensuarse incluso el tipo de sanción que se debe imponer a quien infrinja la norma. ¿Qué sucederá con quien no cumpla los acuerdos que hemos tomado? Lo que no entiendo es la filosofía del castigo como venganza o como un mecanismo irracional. Si la haces, la pagas.
Para que un castigo tenga sentido es necesario que predomine la finalidad educativa, que sea proporcional a la falta, que sea inmediato para que no se borre la conexión entre el motivo y la consecuencia, que sea aceptado o, al menos, entendido por el infractor, que sea evaluable en su cumplimiento y efectos…Hay que saber si se ha conseguido aquello que se pretendia. O, quizás, si no ha servido para nada o, lo que es peor, si ha tenido efectos contraproducentes.
Tenemos que meternos en la cabeza del alumno para saber cómo entiende y cómo vive la situación. Nosotros tenemos una forma de ver las cosas que no siempre coincide con la suya. Un amigo mío que es profesor de filosofía me decía que, guiado por el discurso pedagógico moderno, trataba de explicar a su hijo de cinco año, cuando se portaba mal, cómo debía comportarse. Y lo hacía con una lógica tan rigurosa como exigente:
–Vamos a razonar, le decía al pequeño antes de reconvenirlo.
Un día sorprende al niño realizando una fechoría y le llama de manera enérgica.
–Ven aquí.
El niño, cruzando los brazos delante de la cabeza le suplica al padre:
–Papá, razonar, no; razonar, no.
Hay castigos que solamente pretenden conseguir el descanso del educador, ya que lo único que importa es quitarse de en medio al infractor. Pienso en las expulsiones. Nunca he entendido cuál es su finalidad. Es como si visitásemos un Hospital y mandásemos para su casa al enfermo más grave. Pero, ¡si ése es el que más necesita los servicios hospitalarios! Puede, incluso, que el alumno cometa la infracción para no ir a la escuela durante unos días.
Algunos educadores pretenden con el castigo que escarmienten los testigos de la infracción. Pero, a veces, sólo consiguen convertir al castigado en un héroe. Si los compañeros no lo imitan no es porque no lo deseen sino porque les falta valor. No hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada.

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