Vi con sumo interés el debate sobre el Estatuto catalán celebrado hace unos días en el Congreso de los Diputados. No haré aquí análisis alguno sobre el contenido de las intervenciones de los portavoces de los partidos. Por cierto, que algunos más que portavoces, son portacoces. Se pasan el tiempo repartiendo patadas en lugar de argumentos. Dando coces en lugar de razones. Sólo recordaré, a propósito de la patética soledad del Partido Popular, la expresión asombrada de aquel abuelo que fue a visitar a su nieto al cuartel: “Todos marcan mal el paso en el ejército menos mi nieto”.
Voy a centrar mis comentarios en la absoluta falta de respeto a las intervenciones de los adversarios, protagonizada especialmente por los diputados del Partido Popular. Qué vergüenza. Qué escándalo. Qué sensación de impotencia la del presidente de la Cámara al reconocer que “así es imposible trabajar”, “que hace falta más respeto”, que “así no se puede seguir”. Una y otra vez. Una y otra vez. Qué paciencia. Qué bochorno verle pedir silencio a sus señorías como si de un grupo de escolares revoltosos se tratase. A cierto diputado, cuyo nombre me voy a callar, tuvo que llamarle la atención particularmente: “Señor diputado, cállese, por favor. Cállese”.
Hasta los más inquietos y díscolos estudiantes saben que hay que pedir la palabra para hablar. Aunque sea para decir una sandez. Yo me imagino a ese diputado diciendo a sus hijos en la casa que hay que respetar a quien esté hablando, que hay que rebatir y no insultar, que hay que escuchar y no interrumpir zahiriendo, que hay que tratar de entender, no rechazar de plano.
La mejor prueba de que no se escucha es que se llevan escritas las réplicas y se leen sin haber oído a los contrincantes, sin haber estado siquiera sentado en el escaño. Las argumentaciones se repiten en cada intervención y sólo se utiliza lo que el otro ha dicho para rebatirlo, no para entenderlo. “No sé lo que ha dicho, pero me opongo”, piensan algunos. La actitud crispada en las respuestas hace perder la cordura, como le pasó al exacerbado interlocutor del siguiente diálogo:
–Me parece que estoy hablando con un imbécil.
–El que está hablando con un imbécil es usted.
Les recuerdo reiteradamente en clase a mis alumnos que los debates deben estar presididos por dos reglas de oro. Primera: que todos se expresen con libertad. Segunda: que todos escuchen con respeto a los que hablan, independientemente del contenido de sus opiniones. Me imagino a mis alumnos llegando a casa y conectando el televisor para ver el debate. Todo lo dicho queda aniquilado por el ejemplo de los señores y señoras parlamentarios, de los padres de la patria. Interrupciones, abucheos, pataleos, insultos, risas, gestos de desaprobación. Intransigencia, en suma. Qué ejemplo para la ciudadanía. Sería interesante hacer la siguiente advertencia a los espectadores: “Hay que aprender a escuchar. Mirad cómo lo hacen quienes han llegado a la cúspide de la democracia representando a su pueblo. Mirad, ved y copiad”. Creo, más bien, que se podría hacer una sugerencia de tipo inverso: “Mirad cómo escuchan, prestad atención y haced exactamente lo contrario si lo queréis hacer bien”.
¿Qué decir de la espantada que se vive en el hemiciclo cuando toma la palabra el portavoz de un grupo parlamentario con escasa representación? Se van casi todos a la cafetería mientras las cámaras ofrecen al país la clamorosa desconsideración. ¿Qué va a decir de interés ese parlamentario de IU, con tan escasos votos? ¿Es que lo que dice tiene menor importancia, menor rigor, menor fuerza, menor ética, menor interés que lo que dice el portavoz de un partido mayoritario? ¿Cómo se puede admitir esa falta de respeto?
Me pregunto para qué se habla en el Congreso ¿No sería mejor llegar y votar? Nadie escucha, nadie persuade, nadie es persuadido. Nadie cambia su posición. Pues, nada, a votar. Incluso desde sus casas. ¿Para qué perder el tiempo? Cuando alguno escucha, lo que realmente hace es utilizar los argumentos del adversario político para confirmar sus puntos previos de partida. Cuando alguien mantiene sus posiciones de forma estricta piensa que es muy firme en sus convicciones, pero si lo hace el adversario es que es un terco, que está empecinado. Ya se sabe: “Yo soy firme, tú eres obstinado, él tiene cabeza de mula”.
¿Por qué dicen los periódicos ABC y La Razón, entre otros, a toda plana que “Rajoy ganó el debate”? ¿Será porque no estuvo más que cuando él intervino? ¿Será porque leyó sus papeles y se fue sin escuchar a nadie? ¿Será porque insultó de forma más reiterada y convincente?
Algunos pensarán que es fácil escuchar. No. No basta estar en silencio. Por mucho que nos ejercitemos nunca lo llegaremos a hacer perfectamente. Decía Epicteto: “Así como existe un arte de bien hablar, existe también el arte de bien escuchar”. Para escuchar hace falta disponer de tiempo y a veces no se tiene o no se quiere dedicar a esa tarea que parece estéril. Hay que saber mirar al que habla, tratar de entender, evitar distracciones en la ‘era de la distracción’, hacerse eco de los sentimientos del otro, vaciarse de ruidos e interferencias, descargarse de prejuicios y estereotipos, tratar de llegar más allá de la expresión verbal y paraverbal…. No es fácil. Algunos, mientras parece que escuchan, lo único que hacen realmente es hilvanar los argumentos contra el oponente.
A la persona que mejor he visto escuchar en mi vida fue a Carl Rogers. Él dice cosas impresionantes sobre la escucha. Por ejemplo. “Si un ser humano te escucha, estás salvado como persona”. Le vi durante horas y horas seguidas, cuando ya tenía setenta y ocho años, casi levitando sobre la silla, mirando con atención a su interlocutor. La sensación que yo tenía era que no había nada ni nadie más importante en el mundo para Carl Rogers que su interlocutor.
Es más fácil hablar que escuchar. Exige menos capacidad, menos esfuerzo, menos atención, menos generosidad. Algunos solamente se escuchan a sí mismos. Basta ver cómo hablan. Decía André Gide: “Todas las cosas están dichas, pero como nadie escucha, hay que volver a empezar siempre”.
El fundamentalismo en la defensa de las ideas, el amor propio desmedido, la obstinación más obtusa, la fidelidad ciega a los imperativos del partido, la falta de escucha de los argumentos del otro, hace que se repitan las ideas y que no se muevan las posiciones. Nadie escucha a nadie. Asistimos a un diálogo de sordos. Decía Zenón: “Recordad que la naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca para enseñarnos que más vale oír que hablar”. No lo entienden así nuestros políticos, que deberían ser profesionales de la escucha.
El arte de la escucha
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Nov