Nueva York. Madrid. Londres. Por no hablar de otros puntos malditos del mundo en los que el terror se ha adueñado de las vidas, de las mentes y de los corazones de los ciudadanos y de las ciudadanas. Son víctimas los muertos y los heridos. Las familias que han quedado mutiladas para siempre y los testigos de tanto horror que hemos aprendido el miedo y la angustia.
¿Qué nos está pasando? Algo falla en ese devenir de la historia que nos lleva hacia el llamado progreso. ¿Progreso? Vivimos más años, disponemos de una tecnología impensable hace unos años, nos desplazamos a una velocidad jamás soñada… Pero somos cada día más capaces de organizar actos horribles, de destruirnos de una forma más rápida y eficaz. Nos matamos de forma inteligente. Algo está fallando.
Hay que buscar las raíces de ese horror. Hay que analizar las causas del mal, del odio, de la destrucción gratuita o teleológica. ¿Por qué nos matamos con tanta crueldad, con esa frialdad que lleva consigo una planificación minuciosa y una ejecución brutal? Me sobrecoge pensar en la alegría de los asesinos cuando tiene éxito un atentado, en su macabra forma de celebrar el acierto de sus operaciones mortíferas. Me los imagino llegando a casa y depositando un beso tierno en la mejilla de un hijo o de su esposa o esposo.
Como profesional de la educación no puedo por menos de dirigirme a la institución que, en la sociedad, pretende hacer mejores a los individuos a través del pensamiento y de la convivencia respetuosa: la escuela. Algo está fallando. Si quienes han tenido éxito en ella, los que más éxito han tenido, que son quienes gobiernan el mundo, no están especialmente preocupados por hacer desaparecer del mundo el hambre, la miseria, la opresión, la ignorancia, el dolor y la injusticia, ¿por qué hablamos de éxito del sistema educativo?
En la ‘Tribune de Genève’ escribió hace unos años Philippe Perrenoud, sociólogo suizo y profesor de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de Ginebra, un intrigante artículo titulado ‘La escuela no sirve para nada’. Pronto se puede percibir el tono irónico del título y su preocupación por la finalidad real de la institución escolar. Dice Perrenoud: “Bin Laden y los terroristas son personas instruidas. Como muchos tiranos y fanáticos. Como la mayor parte de aquellos que organizan el crimen. Como los dirigentes de las multinacionales que juegan con el dinero de los accionistas y se burlan tanto de los usuarios como del bien público. Entre los doce “dignatarios” nazis que decidieron la creación de los campos de exterminio, más de la mitad tenían un doctorado. Los acontecimientos que agitan y desolan al mundo prueban una vez más que un nivel elevado de formación no garantiza nada en el orden de la ética (…). La escalada del terror está enganchada en los aplausos de un pueblo cuya condena del terrorismo le impide el análisis de las causas profundas del mismo y la parte de responsabilidad de los Estados Unidos…”.
Y se pregunta: “¿Por qué hablar tanto de ciudadanía si se niegan a la escuela los medios para formar seriamente en valores humanos y democráticos?”. Ésta es su respuesta –ya sé que simplificada– a la intrincada cuestión: “No es más que una cuestión de dinero, de prioridad en los programas y de ruptura con la acumulación de saberes disciplinarios”.
¿Para qué sirve la escuela? ¿Qué se pretende conseguir con la educación? Creo que hay dos finalidades fundamentales que se deben perseguir para conseguir el desarrollo de unos ciudadanos libres y responsables y de una sociedad mejor.
La primera es el desarrollo del pensamiento crítico. Hay que saber por qué son las cosas como son. Cuáles son las causas y los efectos. Nosotros hacemos la historia. No es nuestra realidad el fruto de azares incontrolables o del designio divino. No existe el determinismo o el fatalismo contra los que no se pueda luchar. La historia y la realidad están en nuestras manos. Podemos hacer un mundo más justo y más habitable o un mundo más injusto y cruel.
La segunda es el aprendizaje de la solidaridad y del respeto al otro sin los cuales no es posible vivir juntos ni construir un orden mundial equitativo. La ética es el basamento de la convivencia. Para los individuos, para las sociedades y para las religiones. No se puede destruir al prójimo en nombre de ningún Dios porque se está quebrantando la ética.
Hace falta cuidar esa institución porque en su seno se encuentra la clave de las soluciones o el germen del desastre. Hay que formar adecuadamente a sus profesionales y darles los medios necesarios para desarrollar con eficacia esa importante, difícil y compleja tarea.
No sé dónde leí hace tiempo una significativa historia. La recuerdo imprecisamente, aunque sí la idea fundamental que pretendía transmitir. Un padre había cortado la página de una revista en la que estaba representado el mundo y había cortado la página en trozos para que su hijo recompusiera el dibujo. Las piezas del puzle eran numerosas y resultaba difícil la reconstrucción.. El padre se ausenta y, cuando vuelve, ve que el hijo ha terminado la tarea. Se sorprende por la perfección y por la rapidez con la que el niño ha resuelto el rompecabezas. Y, al preguntarle cómo lo ha hecho, el niño le explica que por la parte de atrás está la figura de una persona. Al recomponer las piezas de la persona quedaba también compuesta la representación del mundo.
Me permito traer a colación esta pequeña anécdota porque me parece elocuente para lo que quiero explicar en estas líneas. No habrá orden en el mundo, no habrá paz, no habrá justicia, no habrá solidaridad si no se tiene en cuenta, como eje de los comportamientos, la dignidad de la persona. Es el respeto a la persona lo que permite asentar el orden y la justicia del mundo.
No quiere esto decir que haya que cruzarse de brazos esperando a que la educación auténtica de sus frutos. Ante los terribles acontecimientos terroristas hay que poner en marcha respuestas políticas, económicas, sociales y policiales. Desde mi perspectiva, la forma esencial de luchar contra el terrorismo es la educación.
Sé que el proceso educativo no tiene lugar solamente en la escuela. La familia es la piedra angular de la sociedad y el nicho básico de la educación en valores. Hay que avanzar en esa dirección. Otros caminos se pueden convertir en un laberinto.