Hay que saber decir no a los hijos y a las hijas. No es fácil. George Snyders escribió hace años un libro cuyo título no puede ser más significativo: ‘No es fácil amar a los hijos’. Para personas que lucharon contra la adversidad puede ser luego una obsesión facilitar al máximo las condiciones de vida de los niños y de las niñas. “Ya que nosotros lo pasamos mal, que ellos eviten el esfuerzo y el dolor”. A veces, el mecanismo psicológico en el que se sustenta la sobreprotección y la permisividad es más sofisticado: “como les estamos negando lo más importante (amor, tiempo, dedicación…), llenémosles de cosas, de juguetes, de permisos, de condescendencia”.
Pensemos en las fechas de Navidad. Regala Papá Noel, regala Santa Claus, regalan los Reyes Magos y hasta sus pajes vienen cargados de obsequios. Los niños piden y piden. Y se les concede. Se diría que cualquier negativa les produciría una frustración irreparable. Están los niños tan saturados de regalos y juguetes que su atención se fija unos segundos en cada uno de ellos. Al instante el nuevo juguete queda arrinconado en espera de otra sorpresa.
Qué decir de las comparaciones. “Si nosotros le compramos más, demostraremos que le queremos más”. Hay que conseguir como sea el juguete de moda, el que se anuncia en la tele como el invento del año o del mes o del día. Se hacen colas interminables, se hacen encargos con gran anticipación. Esa es la prueba del nueve del afecto. Quien lo compra, aunque sea escandalosamente caro Y, sobre todo, porque lo es, el progenitor complaciente se puede quedar tranquilo. Merece el certificado de buen padre o de buena madre.
Lo mismo puede aplicarse a la escuela. Es necesario practicar el esfuerzo. ¿Quién lo ha negado? Aprender es un trabajo y el trabajo exige concentración y aplicación. Exige también superar las distracciones que seducen desde muchos puntos y mediante estrategias muy sutiles. No creo que sea cierto el principio “escuela fácil, vida difícil; escuela difícil, vida fácil”. Pero tampoco creo en el principio contrario, que supone la eliminación de los obstáculos y de las dificultades.
Me parece importante hacer saber a los niños que existen límites, por ejemplo, para las compras. Hay que explicarles por qué no se les compran unas zapatillas de marca que valen cinco veces más que otras de la misma calidad. Y si no lo quieren entender, qué lo vamos a hacer. Hay que decirles que hay límites para ver la televisión, para irse a la cama, para comer a las horas, para callarse cuando otros hablan… Tienen que saber que hay una hora de llegada razonable para llegar a casa. Tienen que saber que hay que esforzarse para aprender y que, para poder hacerlo, tienen que renunciar a ver la tele, a salir a la calle o a jugar con el ordenador sin restricción alguna.
Los niños necesitan una consistencia normativa. Necesitan saber que hay formas de comportarse buenas y malas. Necesitan aprender el significado práctico de conceptos como control, esfuerzo, obediencia, respeto, sacrificio, responsabilidad, renuncia y exigencia. No se pueden entregar impunemente al capricho, a la comodidad, al egoísmo, al libertinaje, a la desobediencia, al descontrol, a la falta de respeto y a la irresponsabilidad. Hay que argumentar, pero no hasta la extenuación. Y hay que imponer cuando no quieren entender. Las personas tienen derechos, claro está, pero existe el correlato inseparable de los deberes y de las responsabilidades.
El principio “esto veo, esto quiero” no puede convertirse en un lema. Por más que los publicistas se empeñen en hacer ver que sin seguirlo seremos desgraciados. No es verdad que mientras más cosas le compro, más le demuestro que le quiero. No es tampoco verdad que mientras más cosas compro, más importante soy y más feliz me siento.
Esos aprendizajes los tiene que hacer el niño en la familia, que es la paidocenosis fundamental. De lo contrario se irá haciendo un ser caprichoso, déspota, perezoso y exigente. Le oí decir a un alumno hace ya muchos años refiriéndose a su padre:
–Trabaja, cabrón, que trabajas para mí.
Cuando se pierde la autoridad, de poco valen las apariencias. Son puro engaño. Un padre discutía con su hijo adolescente el horario de regreso al domicilio después de la salida nocturna. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo el hijo acaba diciendo:
–¿Sabes lo que te digo, papá? Que llegaré a casa a la hora que me dé la gana.
El padre, muy en su papel de autoridad ofendida, precisa con un gesto decidido:
–Pero ni un minuto más tarde, ¿eh?
¿Por qué se llega a situaciones como ésta? Porque se ha mantenido desde el comienzo una relación permisiva, complaciente, casi servil hacia los hijos. Se les ha mimado, se les ha sobreprotegido y se ha procurado incluso competir entre los progenitores para ver quién hace más concesiones y se gana el afecto del pequeño. Esto sucede especialmente en el caso de padres divorciados. Cada cónyuge hace lo posible con congraciarse con la criatura. ¿Cómo? Comprándole más cosas, consintiéndole más caprichos, mostrándose más ‘colega’. Competición que, a la larga, acaba perdiendo el hijo. Especial peligro corren los hijos únicos, o los hermanos cuyos padres han tenido la terrible desgracia de perder a uno de los hijos. Los que sobreviven corren el riesgo de cargar con las consecuencias de la ansiedad de los padres.
Acabo de leer un hermoso libro del pedagogo francés Philippe Meirieu. Lleva por título ‘Referencias para un mundo sin referencias’. En el primer capítulo plantea la tesis que he tratado de defender en estas líneas. Dice Meirieu: “Tenemos que decir no. Diez veces, cien veces, mil veces al día. Y desde la más temprana edad: no, no puedes comer todo el rato, coger lo de los demás o hacer todo lo que se te pase por la cabeza. El primero y único derecho del niño es el derecho a ser educado, el derecho a que un adulto le diga no”.
Algunos niños llegan a convertirse en tiranos, en cómodos jefecillos que se hacen servir por sus padres. No hacen la cama, no colaboran en la casa, se adueñan del mando de la tele e imponen su criterio a los demás, ocupan los mejores asientos, exigen un dinero exagerado, tienen malos modos cuando no se salen con la suya, hablan sin respeto, dejan la ropa tirada por cualquier sitio… No tienen en la casa a nadie que, de forma clara, seria y efectiva les diga, con amor y por amor:
–Nene, no.
Nene, no
28
May
Mi interrogante como docente es de que manera la escuela reproduce ciertas categorías como obediencia, respeto, autoridad y le dan cierta representatividad en la cotidianeidad escolar.