Se está poniendo de moda en los campos de fútbol hacer gestos simiescos y proferir insultos racistas para agredir a jugadores negros del equipo contrario. Es una triste moda. Y también una moda imbécil. Triste porque siembra odio en el deporte, un ámbito que debería favorecer el encuentro intercultural. E imbécil porque los energúmenos que gritan amparados en la masa, aplauden con entusiasmo al jugador negro de su equipo que marca un gol decisivo. ¿Qué es lo que hace a uno despreciable y a otro admirable? ¿No es precisamente la mezquindad y la torpeza que anidan en el corazón de la persona racista? A esos individuos que disfrutan burlándose de quienes tienen un color de piel diferente les llamo minusválidos éticos. Porque, como alguien ha dicho, existe la minusvalía física, la minusvalía psicológica y, cómo no, la minusvalía ética.
No es una cuestión intrascendente. Es grave y preocupante que se puedan realizar impunemente en una democracia estas agresiones que desvelan una actitud racista o xenófoba. Si esto se hace con un jugador famoso, ¿qué no hará esta gente con una persona de raza negra que no tiene fama, dinero o poder? ¿Qué harían si tuviesen la posibilidad de actuar de manera impune contra un indefenso ciudadano? No se puede olvidar que en las actitudes racistas está de por medio una cuestión de poder. Cuando el rey Fahd Bin Abdelaziz de Arabia Saudí viaja a Marbella con su extraordinario séquito, muchos racistas le rinden pleitesía. Esperan que de su magnanimidad salgan algunas monedas de regalo. El color de la piel se hace invisible bajo el velo del poder y del dinero. Lo dijo aquel negro que había llegado a ser millonario: yo también era negro cuando era pobre.
Muchos de estos personajes que se esconden en el griterío del grupo, en el anonimato de la masa, no se atreverían a manifestarse de esa manera estando solos. Ya se ve la fuerte personalidad de la que gozan. Está muy clara la cobardía bajo su apariencia de matones. Y quizás tampoco se atreverían a insultar cara a cara al jugador que mientras corre en el campo se convierte en un ser lo suficientemente distante y absorbido por el juego como para poder responder.
Es lógico que estas semillas de odio arraiguen con tanta facilidad y crezcan con tanta rapidez en el terreno abonado de la cultura neoliberal en que vivimos. No en vano el caldo de cultivo de ella es el individualismo, la competitividad, el conformismo social, la obsesión por la eficacia y el relativismo moral. En una sociedad en la que extiende el principio de todo vale, vale también insultar al adversario con el fin de conseguir el rédito de su nerviosismo. Porque lo único que importa es ganar y para ganar cualquier medio es lícito.
Amin Maalouf ha escrito un excelente libro titulado ‘Identidades asesinas’. Reflexiona en él, desde la experiencia y desde el saber, sobre los oscuros procesos que llevan a la violencia racista. Dice Maalouf que de la misma manera que antes se decía que había que hacer examen de conciencia, se debe hoy hacer examen de identidad. ¿Por qué nos insultamos, por qué herimos, por qué nos matamos? El autor que encarna en su propia persona dos culturas (francesa y libanesa) dice que la identidad es como una pantera. La pantera es un animal domesticable. Pero, herida, mata.
Está creciendo en Europa (y en España) la actitud fascista de los ultraderechistas que enarbolan como bandera de enganche la actitud xenófoba. Y lo están haciendo de una manera sibilina: “Nosotros decimos en voz alta lo que todos piensan y no se atreven a decir”. ¡Los muy fachas! ¿Se han puesto alguna vez en el lugar del otro? Lo que ellos piensan sólo lo sostienen quienes padecen una minusvalía ética.
¿Qué soluciones tiene este problema? A mi modo de ver existen cuatro tipos de soluciones complementarias, no alternativas. Unas son de carácter preventivo: no se debe dejar entrar en los estadios a personas que reiteradamente han mostrado su falta de respeto y de tolerancia. Los clubes son especialmente condescendientes con seguidores violentos. En este caso, racistas. Tienen medios suficientes para conocerlos y para excluirlos. Las segundas, de carácter social: el resto de los espectadores del estadio, cuando oye este tipo de gritos, debe hacer callar a los racistas. Están cometiendo un delito. Deben intervenir, deben denunciarlo. No está bien que miren para otro lado o practiquen el deporte tan ejercitado de encogerse de hombros. Otras son de carácter coercitivo: sería muy positivo suspender el partido y castigar con la pérdida de los tres puntos al equipo cuyos seguidores profieran ese tipo de gritos. Finalmente, las más eficaces, pero más lentas, son las de carácter educativo: se trata de preparar a las personas para la convivencia. La convivencia exige libertad, respeto, solidaridad, justicia… Creo que una mayor formación evitaría estas actitudes y estos comportamientos injustos e irracionales. Mientras menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro. Las medidas educativas harían innecesaria la vigilancia, la amenaza y los castigos. Cada persona sabría que todos los seres humanos tienen igual dignidad y el mismo derecho a vivir felices.
Los jugadores, habitualmente, se han callado. Algunos están levantando la voz con todo derecho y razón. Hacen bien. Solamente cuando ellos sientan su dignidad ofendida y se hagan protagonistas de una reacción eficaz irá remitiendo el conflicto. Callarse quita importancia al fenómeno.
Hay que atajar este problema cuanto antes. Los niños y jóvenes que acuden a los campos y que ven en la televisión estos comportamientos aprenden que las personas pueden manifestarse de forma agresiva y violenta sin que nada pase, sin que nadie intervenga. Puede que algunos lo tomen a broma y entiendan que se trata de una gracia que produce risa y diversión. ¡Maldita la gracia!
Es importante intervenir y hacer ver que quienes se degradan son los que insultan y no los insultados. Pero son éstos quienes sufren. Es importante y urgente dejar claro que en una democracia todos (independientemente de su raza, credo, cultura, género y condición) tienen derecho al respeto de sus semejantes.
En el año 1998 la compañía aérea Suisse Air concedió un premio a una azafata y al comandante de la nave por la forma en que resolvieron un conflicto de vuelo. Una pasajera llamó a la azafate para decirle, mientras señalaba al señor de raza negra que estaba en el asiento contiguo:
–Señorita, nadie debe estar obligado a viajar al lado de una persona desagradable. Le exijo que me cambie de asiento.
La azafata le dice que la clase turista está completa y que ella no puede decidir ese cambio. Tiene que hablar con el comandante para poder pasarle a primera. Se va y regresa a los pocos minutos con este mensaje:
–He hablado de su problema con el comandante y los dos estamos de acuerdo con usted. Así que va a pasar a primera clase.
La señora hace un gesto de triunfo y se dispone a recoger su equipaje de mano para para ocupar un asiento de primera clase. Pero la azafata puntualiza con ironía:
–No, señora, quien va a pasar a primera clase es este señor.
Soberana lección. Ella había sido elegantemente catalogada como persona desagradable. Porque lo era. Y el señor de raza negra había sido salvado de su ingrata compañía. Cada persona en su sitio.
Minusválidos éticos
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