Esta breve inscripción figuraba en un camión bonaerense, según nos cuenta Adolfo Bioy Casares en su interesante libro ‘De jardines ajenos’. De forma sucinta e irónica hace alusión el texto a la engañosa apariencia del vehículo. Viejo y débil motor, escasa potencia, poca seguridad…, pero magnífica apariencia. Pura pinta.
Muchas personas, instituciones y organismos podrían llevar esa misma inscripción en sus frentes, en sus fachadas. Una cuidada apariencia detrás de la cual se esconde el vacío, la fealdad o, lo que es peor, la perversión.
El Diccionario de Oxford dice que, originariamente, hipocresía significó “desempeñar un papel en el escenario”. Más adelante plantea el sentido específicamente vicioso de aquella representación: “Adoptar una falsa apariencia de virtud o de bondad, con disimulo del verdadero carácter o inclinación”.
Existe una hipocresía religiosa. De ella deja constancia clara y contundente la denuncia evangélica del fariseísmo, que tan claros ejemplos encuentra en la vida de muchas personas hoy en día. Personas devotas con una vida en la que falta el respeto más elemental a los demás. Personas que se consideran religiosas cuyos comportamientos privados resultan decididamente vergonzosos. Pura pinta.
Hay también hipocresía moral, propia del aquel que hace ‘como si’, que basa su comportamiento moral en la simulación. Dice Jorge Vigil Rubio en su ‘Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales’: “El hipócrita simula que sus motivos e intenciones son irreprochables, aún cuando sabe que son dignos de censura”. La modalidad arcaica del hipócrita era la de quien sentaba su mesa a un pobre para la cena de Navidad mientras explotaba a los obreros durante los 364 días restantes del año. La especie moderna del hipócrita moral crea fundaciones con el piadoso propósito de ayudar a los desfavorecidos y, de paso, maquilla sustancialmente la cuenta fiscal.
Todo el mundo ha conocido a través de los medios a esos delincuentes que han cometido pacientemente, persistentemente delitos horrorosos mientras mantenían una apariencia ejemplar. Los familiares, amigos y conocidos apostillan después de hacerse pública la sentencia por los sucesivos asesinatos, violaciones o atrocidades diversas:
– Parecía un ciudadano modélico.
– Era una persona que ofrecía una imagen amable.
– Quién lo hubiera dicho, parecía un individuo estupendo.
Pura pinta.
Podríamos hablar de la hipocresía política. Los políticos se rodean de asesores de imagen, dispuestos a conquistar a los electores a cualquier precio. Acabo de ver al presidente Bush en una tierna imagen besando a un niño en plena campaña electoral.
Los políticos están especialmente acechados por esta obsesión. Basta ver el incremento de inauguraciones, aperturas, anuncio de finalización de obras en la víspera de elecciones. Se trata de cuidar el escaparate, de ofrecer una imagen estupenda a los electores. Cuando se produce un escándalo lo que verdaderamente se lamenta no es el hecho sucedido sino que haya tenido difusión. Pura pinta.
Creo que es necesario denunciar la hipocresía en la comunicación entre las personas. Podríamos llamarla hipocresía psicológica o social. La practican aquellas personas que por delante te halagan y por detrás te despellejan. Te sonríen y saludan amablemente y, al darse la vuelta, te destrozan con sus sarcasmos y calumnias. El hipócrita afirma que no es racista ni sexista, dice que es bueno pagar los impuestos, que hay que aceptar a los homosexuales y ayudar a los enfermos de sida, que hay que preservar el medio ambiente, que… Pero, en su fuero interno y en su conductas públicas y especialmente privadas se aplica a poner en práctica lo contrario de lo que dice: es un machista empedernido, engaña lo que puede en la declaración de la renta, detesta a los homosexuales y no soportaría que una hija estableciese una relación con un joven negro… Pura pinta.
A estas clásicas divisiones de la hipocresía añadiría, en esta cultura de la superficialidad que nos invade, la hipocresía de la moda, de la iconolatría. De eso se trata, en definitiva, de guardar las apariencias, de ofrecer una imagen positiva, de causar buena impresión. Y ese empeño es especialmente sostenido en una sociedad como la nuestra en la que el dominio de las apariencias se ha adueñado obsesivamente de ciudadanos e instituciones.
Vivimos en el mundo de la imagen, en la sociedad de las apariencias. Lo que importa es aparentar que se trabaja, aparentar que se tiene dinero, aparentar que se es buena persona, aparentar que se tienen ideales, aparentar que se quiere ayudar a lo demás…
No aplaudo la iniciativa (o la aceptación de la iniciativa de la revista Vogue) de las ocho ministras socialistas dedicando horas de su trabajo a un posado para una revista de moda. El hecho de la paridad en el gobierno entre hombres y mujeres es una significativa conquista de la mujer. Algunos han aprovechado esta anécdota para criticar desde un hecho superficial un logro histórico. No tiene mucha importancia el hecho, pero ha dado pie para una crítica acerba e hipócrita. Pocos han comentado las propuestas ministeriales que las ministras hacen en la citada revista. Pocos han valorado el hecho de que las mujeres gobiernen con otro estilo, desde otros presupuestos, con otras ideas. La hipocresía está en algunos y algunas denunciantes cuyos vestuarios están saturados de ropas de lujo y cuya vida es una constante exhibición.
La cultura de las apariencias se manifiesta también en la obsesión por cuidar la imagen, por la estética, por estar a la moda, por lucir las marcas más cotizadas socialmente. Se puede decir que hoy todo es diseño. Se diseña bajo un predominio de la estética sobre la funcionalidad.
La apariencia se opone a la realidad, a la autenticidad, a la sinceridad. No importa lo que eres, importa, sobre todo, lo que aparentas que eres. Ya Dante había dado cabida en los más terribles círculos de su Infierno a los hipócritas, que describe como ‘gente pintada’ que lleva una pesada capa y el semblante cansado y abatido.
Pura pinta
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Sep