No somos franceses, pero casi

18 Nov

Dice Hollande que Francia está en guerra y no sé si eso nos incluye a nosotros. De hecho nunca me había sentido ni un poquito francés hasta que la indignación del pasado viernes me llevó a emocionarme con su marsellesa. Si no francés, aún hoy, eso sí, me siento identificado plenamente con las emociones de sus ciudadanos. Creo que son las mías. Idénticas.

Por eso comprendo la rabia que pueda sentir el más desacerbado de los que claman venganza. Me levanté el sábado con ganas de que desaparecieran todos los terroristas de la faz de la tierra. Pero no por designio divino ni alcanzando una puerta interestelar hacia otra dimensión de forma pacífica sino con truculencia. Eso no es más que miedo y odio a partes iguales, cada sensación más denigrante que la otra y precisamente las que sólo juegan a favor de los que quieren destruir nuestros valores.

Los franceses, los españoles, Europa… somos unos privilegiados del consenso. Esa es la parte que nos une. A pesar de tantos errores históricos, de tantas luchas fratricidas, de las innumerables revoluciones, golpes de estado, colonizaciones, invasiones, epidemias, injusticias y dictaduras, llegamos a lo que hoy en día somos, centímetro de democracia arriba o abajo. Sobreviviendo a los vikingos, a la inquisición, al imperialismo y hasta a los nazis. Por supuesto, me niego a pedir perdón por formar parte de este modelo de sociedad que tanto nos ha costado construir. Incluso, me siento orgulloso de pertenecer a este sistema en continuo desarrollo, siempre en camino. Por su bienestar, sí, pero también por su fundamento de justicia.

Dice Hollande que está en guerra y espero que se equivoque. Yo no quiero que me arrastre a otra batalla contra los fantasmas de occidente. Contra el enemigo intangible. El que, a pesar de lo que decía Áznar, sí se escondía en desiertos lejanos. Los más lejanos que pueda imaginar una mente humana. A distancias inabarcables por el entendimiento. Justo allá, en el inframundo tenebroso de nuestros propios arrabales, que crecen cada día alimentados por el desarraigo, la incomprensión y la terrible desesperanza que produce la pobreza y, sobre todo, sentirse menospreciado, excluido y  diferente.

Dice Hollanda que va a destruir al fantasma con la fuerza de sus militares. Y se va desorientado a bombardear otros desiertos más cercanos. A esos sí que se llega pronto. Pero allí hay ocho millones de seres humanos. ¿Cuántos son los malos? ¿Hasta dónde hay que matar? ¿A cuántos? ¿Hay que exterminarlos a todos? ¿Se puede? ¿Cuál es el plan? ¿Hay plan? ¿Si se mata a mil qué se arregla? ¿Y a 50.000? ¿A 200.000?

Dice Hollande que la guerra es muy cara y avisa a Europa de que no podrá cumplir con su objetivo del déficit. Yo no sé cuánto cuesta cada avión ni cada bomba. Pero las que no le sirvan para darnos un día más de tranquilidad, ni de seguridad, ojalá que no las derroche por la borda colateral de la venganza. No arreglará nada. Porque surgirían otros seis ciudadanos franceses de las afueras de París, o cinco ingleses marginados, o siete españoles de un barrio de Melilla, dispuestos a morir para quitarle todo el sentido a las pocas cosas que podrían algún día haberlos hecho felices. ¿No le enseñaron a Hollande aquello de lo que produce la sangre de los mártires? Y si se dedicara ese dinero a integración en los barrios marginales, ¿no estaría mejor empleado? Vamos a incumplir con el objetivo del déficit sin bombas para darle un futuro a los que ni lo tienen, ni saben siquiera que existe. Vamos a mejorarnos. A mezclarnos. A poner en valor otras culturas que ya forman parte de la nuestra. Y los 15.000 paramilitares terroristas del ejército de los desiertos cercanos entre Irak y Siria no tendrán quien les escriba.

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