«Más tarde nos tumbábamos junto al tronco hueco de un olivo y escuchábamos la vida». Son las palabras con las que termina su «capítulo» LOS JUEGOS» Jorge Alonso Oliva, en su obra, tan breve como intensa e íntima y, a la vez, universalizadora (cosa esta, lo de «universalizadora», que trataré de poner aún más en claro más adelante) que leemos en la página 31 de su «Los Niños del Cauce. El Acueducto de San Telmo.»
«… Escuchábamos la vida» : ¡qué imagen, qué invitación -tan elegante como velada- a que el lector de sus recuerdos y reflexiones se vuelva sobre sí mismo e intente idéntica tarea : «escuchar la vida», esto es, pararse a escuchar la propia vida! No la del autor, sino la suya misma, la del eventual lector.
Razonaremos esto que acabamos de escribir, pero antes, leamos estas otras palabras de ese sabio que es Emilio Lledó, publicadas en un inestimable «ensayo de humanidades» allá por el año de 1998 :
«Todo acto de escritura arrastra consigo un universo significativo en el que se ha ido plasmando la biografía de un autor y, en ella, su particular experiencia del mundo. El sentimiento de finitud que está, inevitablemente, inserto en esa experiencia, empuja a tender, hacia el futuro, la leve mano del texto.
En ese gesto de afirmación y nostalgia, el escritor actúa sobre el cerco mismo del tiempo, dejando en sus palabras un reflejo de lo vivido, de lo pensado. Una forma de inmortalidad que supera, en su capacidad de revivir en otras mentes, la inevitable finitud con que el tiempo le comprime.»
(pág. 292 de la obra de E. Lledó titulada «Imágines y Palabras», TAURUS, Madrid, 1998).
Ahora, demos un salto y vámonos a la imagen que arriba, al inicio de este texto, hemos puesto : esas «rayas chamánicas» que están en un recoveco de una gran Sala o Domo de la gruta conocida como «Cueva del Tesoro». Los que algo entienden de cuestiones de prehistoria y de los restos que los hombres de hace milenios nos dejaron en cuevas y abrigos, en piedras y paredes, ( y al decir «los que algo entienden» pienso en David Lewis Williams, en Jean Clottes, y en particular en una obra conjunta de ambos, «Los chamanes de la prehistoria») y tratemos de ver en esas rayas que parecen hechas sin propósito alguno concreto, como si se estuviera probando la dureza de un fragmento de pedernal, tratemos, pues, de ver ahí, -decía antes-, un cierto intento de tender hacia el futuro (el más inmediato a la vez que más lejano, quién sabe) señales que dejen constancia de su paso por el tiempo y el lugar, un como «aquí estuve…»
Porque…, ¿en qué sentido podemos asimilar esas rayas a palabras? Respondo : en un sentido sólo, hoy por hoy y al menos para quien esto escribe. Son esas rayas asimilables a palabras en el sentido de que la escritura consiste en trazos que quedan fijos sobre una superficie, papel o piedra o pergamino…, etc., y tales trazos pueden pertenecer a un sistema ordenado y coherente, significativo, a un alfabeto, y ser entonces signos y ya no sólo trazos, o no pertenecer a ningún sistema conocido, y entonces sólo nos significan huellas, trazos, rayas…, pero no son signos ni palabras. No lo son, pero ya tienen en sí un cierto germen de acercarse a aquello que decían los latinos : «… scripta manent.»
Quien fuera el que en un tiempo tan lejano a nosotros como unos 30.000 ó 40.000 años, (y puede que incluso muchos más) trazó esas rayas en un «mágico domo de Cueva» puede que lo hiciera, en su momento, como al azar. O puede que no : Eso, no lo podemos saber con absoluta certeza. Ahora bien : El lugar donde se encuentran, por un lado, y lo que en semejantes «señales» muy similares a estas se puede observar, (como leemos en el libro recién citado de D. L. Williams y J. Clottes), por otro lado, nos hacen pensar que hubo sin lugar a dudas una determinada intención que llamaremos «intención sígnica», sin más, por ahora. Y son en tal sentido un gesto próximo al que describía E. Lledó como «un acto… que arrastra consigo un universo significativo».
Y ahora volvamos a las palabras ya antes dichas del libro de Jorge Alonso Oliva : «… nos tumbábamos junto al tronco hueco de un olivo y escuchábamos la vida.» Volvemos a ellas y las ponemos frente a esas rayas de un rincón en una cueva que estuvo habitada desde la prehistoria, y nos planteamos si el que trazó esas marcas en la pared de la gruta estaba, por su parte, agachado en un rincón de una caverna y trataba de hacerse saber un ser vivo ante el mundo, hacerse a sí mismo «sonar en la vida»… Estamos ante el misterio de lo que son los actos humanos insertos en modos de permanencia.
Ya se traten de actos plenos de arte (caso de la obra de J. Alonso Oliva), o ya sean actos que puede que se deban insertar en modos de «signarse ante el mundo», como pudieran ser las dichosas rayas de los chamanes de los tiempos primeros de la humanidad actual, estamos ante un enigma. Porque si aquellos hombres tan lejanos en el tiempo a nosotros pintaban en las paredes «su mundo» de un modo que llegaron a causar admiración a un pintor tan cercano a nuestro hoy como es Pablo Picasso, ¿qué nos impide pensar que también trataran de «escribir / inscribir» su presencia en un lugar y tiempo? Cada cual deje su imaginación volar, o se la reserve para el sueño; pero ahí podemos estar seguros de que nos encontramos ante un misterio : el del ser humano.
Debemos considerar que todo lenguaje está también inmerso en el tiempo. Tiene el lenguaje, sea el que sea, un origen, una evolución, momentos de esplendor, de decadencias, e incluso de desaparición. Los lenguajes son por lo tanto entidades vivas.
Celebro el encuentro con sus comentarios.
Como decía Eduardo Chillida, más allá de los conocimientos, existe un cierto tipo de lenguaje.
El lenguaje de los indicios es apasionante.
Pero ambos nos permiten escuchar la vida, tan necesarios como son para entablar el diálogo con uno mismo como elemento de comprensión.
Superan con creces la mera anécdota.
Saludos cordiales.
Muchas gracias por tu comentario. Breve, lúcido, y muy acertado : ya dijo el jesuita Baltasar Gracián, entre otros, aquello de «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». En el libro de Jorge Alonso Oliva hay mucha poesía, una gran iluminación interior que le ha permitido recordar los años de la primera adolescencia con plenitud de saber y de entender lo ya vivido ( : lo cual es todo un arte que no se puede aprender, pues o se lleva adentro de uno o no se lleva ) y que sabe transmitir todo eso como si sus palabras fueran imágenes.