Es muy posible que en su origen palabras como “raíz” y “rama” estén íntimamente unidas, esto es, que procedan de un mismo origen : el indoeuropeo wrad-. Y este a su vez tenga una relación muy próxima con otro término de la misma familia o tronco común de lenguas : la raíz wrodh-, que vale por “crecer hacia arriba”. Y de ahí nace el griego orthos, que significa “recto, correcto”. El término culto “ortodoxia” significa “recta opinión”, pues el griego doxé, doxia, vale por “opinión”.
Si atendemos a los significados de una gran cantidad de palabras-clave en su origen primero, y al margen ahora cuál haya podido ser el origen mismo del lenguaje,-que es cuestión todavía lejos de estar decididamente resuelta-, encontramos dos cosas que pueden llamar la atención: la una, que suelen partir sus valores de un “estar fijos a lo primario y elemental de la vida”. Y la otra, que suelen ser fieles, las palabras, a un cierto “sentido de la verdad”, cosa que acompaña, desde el principio, a todo recto hablar. Al lenguaje en su esencia misma.
En ese sentido podríamos afirmar que no es desacertado, sino más bien hermoso, concebir el lenguaje como una planta, como un árbol, algo con raíces y ramas. Y además, como algo que “crece hacia arriba”. Y que esta operación de crecer la ejecuta según un principio de orto-doxia, de recta opinión. “Recta opinión”, hic et nunc, en el sentido menos “combativo” del término ortodoxo, esto es, sin maldecir en absoluto de los herodoxos, que serían ahora, únicamente, los que optan por opinar de otra manera. ¿Los “no oficialistas”, si se quiere?
Pero ahondemos más en esto que venimos diciendo de las palabras, de su origen primero, del lenguaje y de su insobornable tendencia hacia lo verdadero y lo recto, hasta adonde nos sea posible hacerlo sin caer por ello en maneras algunas de insanos fundamentalismos. La palabra latina verbum, de donde viene nuestro término “verbo” en el sentido de palabra en general, (esto es, no en el de parte de la gramática que atiende a un tipo de palabras específicas, los verbos, que no son nombres, ni pronombres, ni preposiciones, etc.), procede de una raíz wer-, también del indoeuropeo, y que aúna a otras palabras de varias lenguas como el sánscrito vratá, “mandato”, el avéstico urvata, “destino”, y ya con sufijos, el griego eiro, “decir” y retor, “orador”, ambas de una raíz (w)er-yo-, para el verbo griego clásico eiro, y (w)re-tor- para la que vale por orador. En cuanto a la palabra latina “opinión” procede de una raíz op-, que da de sí a su vez términos (y significados) como “opción, optar, escoger…” etc. (En griego, ya lo vimos, era doxos).
Si a esto añadimos que las palabras verbum y veritas ( : “verdad”) están íntimamente ligadas en su génesis linguística, se nos va dibujando ante la mente la idea básica que “hablar” o “decir” es algo que en su origen está unido a la noción de “verdad”, mientras que “opinión” apunta más a la “facultad de optar, de elegir”.
Vayamos recogiendo velas: los más grandes creadores y pensadores, desde el comienzo de nuestra historia conocida, han relacionado la verdad con la poesía y al arte, con la belleza y la obra bien realizada. De hecho, la palabra griega ergon, “obra”, está también inserta en esa antes referida familia de términos. Pero como sabemos, el lenguaje tiene una “vertiente oscura”: aquella que lo habilita para decir mentiras. Y esto, también casi desde el principio de las culturas. La cuestión ahora es: ¿existe algún sistema o método para distinguir cuándo una persona dice verdad o miente? No creo. Pero si conservamos vivas en la memoria palabras de tantas como oímos en discursos y mítines, es cuestión de tiempo que sí que veamos quién o quiénes mentían y quiénes o quién decían verdad, que eso es hablar en su más genuina y honda esencia. De ahí que dar uno “su palabra de honor” contenga un contrasentido: ¿ acaso tiene palabras de deshonor? Pues eso se puede suponer…