El valor. Qué ambiguo. Qué necesario. Y qué peligroso. Un elemento del que todos queremos ir sobrados pero que, por lo general nos puede costar la salud.
La valentía de la que se presume suele ser de baja categoría y por lo general tiende a ir acompañada de todo lo contrario. Dime lo valiente que eres y te diré lo cobarde que puedes llegar a ser.
No confundan valentía con sentido común. La sinceridad extrema y la falta de límites no es señal de ser el más libre de los humanos sino, en algunos casos, el que menos luces tiene. Pero algo tiene. Algo queda. Y es que comportarse de manera heroica en los medios de comunicación creo que puede conllevar serios problemas de liquidez. Y con las alas económicas cortas no se suele volar muy lejos. O sí.
Hoy escribo de manera breve para contar que la revista El Observador llegará a enero para vivir sus treinta años de vida en la prensa local. Ojo con eso. Treinta años viviendo, con publicidad y haciendo papel y digital en distintas etapas de su historia.
¿Qué es El Observador? Pues no lo sé. Porque se llama revista. Y lo era. Pero a día de hoy es una ráfaga diaria de perdigones que apuntan y señalan a diferentes presas que, por lo general, no suelen tener muchos cañones apuntándoles porque no conviene.
Se trata de una publicación –ahora mismo digital- que suele acoger a grandes firmas y noticias de las que nos hacen agachar la cabeza. Quizá por eso siga viva. Porque respirar sin tanta farfolla y con cuatro titulares al día no tiene mucho sentido si no fuera porque lo que saca suele ser bueno.
Alberto Montero, Juan Torres López o Carlos Taibo son firmas clásicas actualmente de la revista lo que hace que el sello de calidad sea firme y serio. Y saca, a veces, lo que nadie tiene valor a sacar. O quizá no. Puede que no sea cuestión de valor. Sino de responsabilidad corporativa. Porque si son muchos para comer es difícil el valor si éste pone en riesgo el plato común. Pero en El Observador parece ser que tienen suerte. Son pocos y pueden sobrevivir. La redacción tiene la luz pagada y la vida del que manda está más que resulta.
Y es por eso que hablan de bancos. Hablan de políticos. Hablan de gente. Sacan chanchullos, historias e historietas. No se callan y son muy de peleas, juicios y contestaciones. Malas y buenas. Pero al menos son algo. Con personalidad. Y por eso, por la personalidad, se equivocan. Y son de meterse no siempre de manera acertada. Porque ha habido patinazos. Pero eso te honra. Porque demuestra que no eres de plástico. Sino que eres de verdad. Humano. Y tiras a dar aún sabiendo que puedes desviar la trayectoria.
Desde la Malagueta sale a diario eso que hace que nos enteremos de que en tal sitio se ha cometido una negligencia que nadie contará porque una página de publi a la semana es mucho. Desde La Malagueta se contará que tal político o ex alcalde de tal pueblo ha dejado cosas feas. Pero nadie lo dirá. Porque puede que mañana se haga una gran campaña publicitaria promocionando un municipio y eso salvará las maltrechas cuentas de tal o cual medio.
Así está la cosa. Por todos sitios. Y aún así hay quien se atreve a ser más o menos libre. Más o menos sensato y con un mínimo de sensatez. Aunque te hagan una manifestación en la puerta de tu periódico. O se te presenten unas mujeres disfrazadas de plañideras. O vayas a los tribunales. Pero serás algo. Alguien. Tendrás sentido y ensuciarás al pasar. Serás algo.
Y en gran medida de eso vive El Observador. El periódico de Fernando Rivas. Ese señor enigmático y siempre vestido de negro que pulula por la ciudad pasando desapercibido por completo para la gran mayoría de seres humanos -Quien encuentre en internet fotos suyas de calidad se lleva el perrito piloto-. Su apellido no es compuesto. No es alto ni tiene pelazo. Pero a estas alturas de la película le importa dos pepinos sacar una noticia aunque comprometa al corte inglés o al banco de turno. ¿Y qué? Pues para él nada. Porque se juega poco. Pero para la ciudad resulta necesario tener siempre esa válvula de escape. Ese escondite público en el que se sigan contando cosas que nadie más quiere sacar porque no puede. Porque hay que vivir. Y nos tienen con el zapato puesto encima del tubo de oxigeno. Y a la mínima lo pisan. Y ahogan rápido.
Felicidades a Fernando Rivas y a El Observador por comenzar a cumplir treinta años. Y resulta raro que esto se diga desde las páginas de otro medio. Pero ahí está la clave. En ser capaces de compaginar para ser servicio real. Para abarcar todo. Para hacer de Málaga un lugar más digno y con medios más libres.
Para escribir de flores y ser el boletín oficial del movimiento ya hay gente dispuesta. Pero así se te secan los ojos y acabas quedándote ciego.
Con luces y sombras. Con trampas y con valor del bueno. Con ganas de contar lo malo que no quieren que se sepa –que es la base de todo esto- y sobre todo con el estilo de aquél que se siente libre, reciban desde aquí mi felicitación por treinta años de vida.
Salud a El Observador. Rojos.
Viva Málaga.