El rastro de las pijas

19 Dic

LVMM
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Málaga ha sido siempre muy de rastros y mercadillos. Los domingos se acercaba uno tranquilamente a Martiricos y echaba la mañana. Aparcaba entre los árboles, le hacía sus dos o tres arañazos al coche, se bajaba como podía, cruzaba jugándose la vida y había llegado al paraíso: El rastro de Málaga.

Un lugar oficial y genuino donde había de todo: Moda, alimentación, multimedia, mobiliario, decoración…El Harrods de la Virreina.

Era maravillosa la zona de alimentación con sus hortalizas cargadas de tierra que hacían sospechar que habían pasado de la tierra al camión muy rápido.

Igualmente estaba la parte de la música y el entretenimiento. Unos enormes tenderetes llenos de casetes que formaban un muro homogéneo de portadas adornadas con banderas de “Camarón Vive” y amenizadas por la voz del Tijeritas con los decibelios por las nubes.

De ahí pasabas, en ese tour no escrito pero que todo el mundo seguía, a la zona de la moda. La ropa interior en el rastro se convertían en banderas que enarbolaban la feminidad de las damas con carteles distinguidos y sensibles del tipo: “TENEMOS COPAS XXXXXXXXL”. De repente te inundaba la ropa interior color carne y los chandalitos de Los Sampson.

Y llegabas al final del tour. Alcanzabas la zona distinguida. El lugar mágico. El sitio donde vendían todas las cosas absurdas. Lo que da sentido a un rastro: Las porquerías.  Era la esquina de oro donde manteros nacionales ponían en venta pública todo lo que iban encontrando: Un mando viejo de una tele, en mechero de publicidad, un guante o tres cables de teléfono. Era todo raro. Pero raro guay. Era basura curiosa salpicada de cosas interesantes.

Entre medio de estos vendedores tan originales se colaban marchantes de arte de los que al sonreír se les observaba el destello brillante de la muela dorada. Bien vestidos. Con su traje blanco. Sus calcetines a juego y bien peinados. Siempre con el mismo material: Un cuadro costumbrista en mal estado. Dos o tres cosas robadas claramente de una iglesia, una última cena de “plata” en relieve y su cajita con monedas muy falsísimas. Eso les sobraba y bastaba para conseguir un lugar curioso en el que echar un rato.

El rastro de Martiricos era especial. Tenía sus kioscos abiertos por si querías tomar algo entre paseo y paseo. Tenía su hora prohibida –muy muy muy temprano- donde decía la leyenda urbana que se vendían los productos sustraídos más valiosos. Tenía sus alrededores llenos de vida que era aprovechada por otras personas para poder sacarse dos pesetas vendiendo lo que fuera. Un día había caracoles, otro higos chumbos y lo mismo te encontrabas a un caballero vendiendo perrillos de los que dan saltitos o un rincón donde por veinte duros te daban pollitos de colores. Había dinero. Poco y de menudeo. Pero había.

Pero claro… aquello no dejaba de ser un mercadillo bueno, común y normal. Málaga tenía un rastro a su medida en un lugar castizo y puro como lo puede ser la Ribera de Curtidores en Madrid con el rastro o la calle Feria en Sevilla con su genuino Jueves. No había más. No pasaba nada. Todo iba bien. Y por eso mismo, se lo cargaron.

Hace dos años el gobierno municipal decidió que se cambiaba de sitio. Por el bien de Málaga se llevaban el rastro del centro para ponerlo en una explanada perdida junto al recinto ferial. ¡Qué maravilla!

Se cambiaba la Rosaleda por la circunvalación. Los kioscos tradicionales por los coches de las autoescuelas aparcados y la agradable sombra de los cipreses por un solano desagradabilísimo. Así les dio la gana a ellos y así lo hicieron. Les importamos tres pimientos. Imposible ya desayunar en el centro y caminar hasta el rastro. Que no. Que no se puede. ¿Acaso importa algo la historia o las costumbres propias de un pueblo? Anda, anda…idiotas.

Desde ese momento, la ciudad comenzó a fomentar un asunto similar pero bien distinto. El de los mercadillos variopintos. Una vez se habían cargado el rastro dejando un mercadillo cutre en la feria sin ningún encanto, hubo dos grandes beneficiados por el fenómeno: unos amigos de alguien que manda y el rastro de Torremolinos.

Este último fue inteligente y consiguió llevarse hasta torroles todo ese mercadillo “cutre” -para nuestro Ayuntamiento- y ha montado un rastro maravilloso lleno de antigüedades y objetos curiosos que está abierto todos los domingos. Un mercadillo clásico. No lo insulso de aquí.

Y llegan los otros beneficiados. Los de los mercadillos chachis. Los de los Marketssssssssss… El sistema es sencillo: Gente variada organiza unos mercadillos callejeros en sitios privilegiados y ponen a la venta lo que les va dando la gana. Lo mismo te vas a los Baños del Carmen y ves unas señoras con unas mesas estupendas vendiendo broches de fieltro que han hecho ellas en sus casas o te encuentras a dos jóvenes que confeccionan cupcakes –madalenas pintás con plastas de colores- y las venden muy caras.

En definitiva se trata de la venta ambulante de toda la vida pero gestionada por gente que no le pega vender y que hacen poca caja con el asunto. Pero ojo. Parece ser que hay quien sí rentabiliza el tema. Los organizadores. Y organizadoras. Dos. Que han conseguido montar mercadillos pijines por media Málaga con todas las facilidades municipales del mundo y por muy poco. ¡Caramba qué suerte!

Al principio todo parecía natural y sanote. Gente guay. Sus encajitos en la mesa. Sus tres tonterías. Que si los Baños del Carmen, que si pedrega… pero claro… conforme avanza el tiempo observamos cómo lo que antes era algo casi altruista es a día de hoy un gran negocio. No pasa nada. Todos deben ganar. Y más ahora. Pero la desgracia es que Málaga ha sido condenada a no tener un rastro de los buenos como el que tenía. Nos han prohibido disfrutar de las gitanas pregonando bragas pero nos meten con calzador a la chica divina que pinta camisetas a mano. Todo muy Do it yourself. Todo muy chic. Y muy amañadic.

Un vendedor ambulante debe declarar una actividad económica y por tanto darse de alta en el IAE. También tiene que darse de alta como autónomo, obtener un carné de la Junta y solicitar al ayuntamiento un permiso para comerciar en un mercadillo. Una vez con él, se paga una tasa municipal de vendedor ambulante. Y ya, meses después, puede vender sus mandarinas o sus sujetadores. Todo muy fácil, sencillo y barato. Si por el contrario vas a hacer un market guay del Paraguay para vender ná y menos…nasti de plasti.

¿Imaginan la Malagueta llena de gitanas vendiendo calcetas blancas, bragas a euro y melones escritos? Pues eso. Ni rastro de nuestro rastro. Ni rastro de vergüenza.

Viva Málaga.

2 respuestas a «El rastro de las pijas»

  1. Seras de Pedrega, xq si fueses d la Rosaleda no hablarías así. El volumen del rastro de Martiricos no lo podía absorber el barrio, para los vecinos era un infierno.

  2. Claro, es que un rastro en nuestra zona residencial queda como muy cutre, osea ¿sabes?
    ¿Y qué hay ahora en Martiricos? nada más que coches y más coches. Una mierda palalcalde.

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