El otro día me encontré con mi ángel de la guarda. Fue un encuentro fortuito de esos que consisten en que vas buscando una cosa y encuentras otra. La vida entera, en fin, consiste en eso más o menos.
Pues bien, yo iba al estanco a comprar un abrecartas con el resultado de que no sólo no lo había, sino que además ni el dependiente sabía qué era un abrecartas. Normal. Las cartas -desde la invención del email y los guasap- ya han dejado de ser objeto de recibo, excepto si las envía la entidad bancaria y éstas se abren sin tanta ceremonia o directamente no se abren.
El abrecartas es un utensilio obsoleto, que sólo compran en Toledo los críos en sus primeras excursiones con el instituto para llevarlo de regalo a sus padres, pero yo tenía entre manos un libro de hojas pegadas, de aquella época en que existían los abrecartas, y era preciso desvirgarlo con el artilugio punzante. Se trataba, más allá de su propio contenido, de una novela melancólica, pues era evidente que, por lo menos, aquel ejemplar, publicado hace un siglo, no lo había leído nadie.
Emprendía entonces una retirada también melancólica del estanco, cuando una mano posada en mi brazo me detuvo. Era una chica que vendía cigarrillos electrónicos, que dicen que ayudan a quitarse de fumar.
En aquel momento me había retirado del vicio una bronquitis, contraída no por causa del tabaco, sino muy al contrario por el intento de nadar en la piscina de un centro deportivo climatizado al estilo siberiano, lo que no quitaba que al recuperarme -que aún no- volviese a la nicotina. Tuve un pálpito, aquella muchacha no estaba allí porque sí, me la había enviado la providencia. Era mi ángel de la guarda. Un ángel fieramente humano- como diría Blas de Otero- de rubio teñido y dientes con alambres de ortodoncia. Un ángel caído, que se confesó exfumador, y con pinta de volverse a caer en cualquier momento. O sea, era sin duda un ángel a mi medida. Hablamos mucho de lo divino pero, sobre todo, de lo humano y el resultado fue que salí del estanco sin abrecartas pero con un flamante cigarrillo electrónico, mientras sonaban las campanas del redoble de conciencia. Comprar un abrecartas es un acto casual, pero dejar de fumar es una decisión trascendente ¿estaría preparada?
Pensaba en ese poema de Álvaro Salvador, mi profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad, fatalmente titulado “Canción del reincidente”:
Uno/ no se quita de amar/ ni de fumar/ uno descansa. Son/ como treguas que/ uno mismo inicia/ y donde uno/ firma la paz/ o acusa la derrota.
El poeta comparaba el hábito del tabaco con el del amor, dos rituales más dañinos todavía cuando se convierten en costumbre. La rutina es un tejido hipnótico de hábitos saludables e insalubres, dejar cualquiera de ellos nos descoloca y más aún si se trata de los vicios.
Como no tengo alma de tango al amor dañino no me acostumbro, pero al tabaco, esa muleta que te sostiene al escribir sobre el vacío de tantas horas de soledad, ay…
Si contemplas las fotos de muchos escritores de antaño, los verás apoyados en su colilla como sobre un bastón. No es una pose arrogante, es una postura de indefensión que revela en el autor la necesidad del humeante narcótico como medicina de su hiperestesia. La lista de los letraheridos fumadores es interminable: desde Marlowe a Emilio Zola, Flaubert, Oscar Wilde, Pérez Galdós, Julio Verne, Pío Baroja, Chesterton, Albert Camus, Conan Doyle, Flaubert, Cortázar, etc y tan etcétera que acabaríamos antes haciendo una lista de escritores no fumadores.
No hay un estudio que demuestre que la nicotina favorezca la creatividad, pero Fernando Savater, gran fumador, afirmaba que muchas de las páginas de la mejor literatura universal se debían a un cigarrillo o a una pipa fumados a tiempo y, de hecho, no son pocos los literatos que han considerado que el acto de escribir es incluso secundario al de fumar como André Gidé, “Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar” o Thomas Mann que llegaba a asegurar que la vida no tenía ningún sentido sin fumar, que él “se despertaba con la alegría de fumar durante el día y si comía era sólo para poder fumar después” y, sin llegar a tales extremos, quedan aún quienes mantienen como Gustave Faverón Patriau que no pueden disociar las letras del humo “Escribir es la única actividad en mi vida que no he podido desligar de un cigarrillo”, asegura el escritor peruano y Juan Bonilla, cuando iba a cumplir los 50 años prometió “regalarse” dejarlo; “no sé si el tabaco o escribir”.
Ante una disyuntiva tan extrema, yo prefiero esta solución intermedia del cigarrillo electrónico, que es la más plausible aparte de aquella de escribir por las mañanas, para mí ideal, pues no me convierto en fumadora hasta después del almuerzo. Tanto es así que me pregunto si aquellos que dicen no poder prescindir del tabaco mientras escriben, han probado a escribir de día antes de hacer la digestión…Pero, en fin, como no siempre es posible elegir horario, aquí tengo el cigarrillo electrónico para la escritura nocturna. Es un artilugio que, con los años, se ha ido perfeccionando. La boquilla se adapta mejor a los labios y al aspirar y encenderse el piloto azul del extremo, produce un chasquido tan parecido al que emite el de papel que hasta vas a coger el cenicero para depositar la imposible ceniza.
Espero saber qué es vivir y escribir sin ceniceros ni mecheros ni colillas, tampoco de noche y olvidarme hasta de nombrar el tabaco, que es la prueba de que se deja atrás un vicio o un amor. De tanto mencionar los cigarrillos en este artículo es la primera vez que me apetece fumar por la mañana. No habrá reincidencia, sin embargo, pues ya no compro de papel y el electrónico lo dejé olvidado anoche por ahí sin batería.
la acabo de descubrir , señora?, señorita?. Y me ha alegrado la mañana con unas risas.
Pues muchísimas gracias, Fernando!!! Sus risas me alegran a mí esta triste noche sin tabaco…
Pues enhorabuena.
Has probado a abrir las páginas con un cuchillito?.
Es un privilegio escribir y leer por la mañana.La atención y la imaginación están frescas.
Tengo una vecina que utiliza como cenicero,patios interiores o la calle, según le pille y es enfermera.Me dan ganas de escribirle un anónimo al buzón antes del mediodía
Es un misterio por qué algunas enfermeras y médicos, los que saben más del tema, siguen fumando…
El cuchillo me da miedo con lo torpe que soy…o sea, he optado por unas tijerillas de esas de los trabajos manuales, paciencia…