Hablo de tiempos pasados en los que hablaba de tiempos más pasados todavía.
En una diapositiva proyectada en la pared, tres mujeres desnudas eran examinadas con atención por un hombre. Dudo si ahora esa imagen sería interpretada como pornografía, entonces era sólo una magnífica obra de arte de Rubens; El juicio de Paris.
Mis alumnos de Latín no se escandalizaban por la desnudez de las diosas, si bien les llamaba la atención lo gordas que estaban todas. Había que explicarles que hubo momentos en la historia en que la abundancia de carnes era un atributo estético en la mujer y que, además, ése no era el tema del que nos teníamos que ocupar, pues se trataba de ahondar en la verdadera causa de la Guerra de Troya; un concurso de belleza.
Las tres diosas; Atenea, Hera y Afrodita querían saber cuál de ellas era más bella según el troyano Paris y las tres sobornaron al jurado- como también es habitual en los concursos de belleza-. Hera, esposa del omnipotente Zeus, le ofreció a Paris el don del poder, Atenea la inteligencia y la victoria en las batallas y Afrodita, el amor de la mujer más hermosa de la tierra.
Mientras el príncipe troyano hacía cábalas, sopesando las ofertas, el astuto y burlón Hermes sostenía en sus manos la manzana de la Discordia, que sería arrojada a los pies de la elegida, que, por fin, fue Afrodita y así se ganó para la eternidad el odio de las otras dos diosas despechadas, que, en lo sucesivo, persiguieron al pastor y a su patria troyana hasta lograr dejarla reducida a cenizas.
Si el mito es símbolo de las pasiones humanas como hizo ver Eurípides en sus tragedias, inspirando a Freud a concebir el psicoanálisis, concluiríamos que la rivalidad es un gen que condiciona al género femenino, lo cual nos desarmaría la esperanza de creer en esa solidaridad tan necesaria para que cualquier triunfo sea el colofón de una lucha.
Pero, tal vez, haya que descartar que los mitos sean reflejo imperecedero de lo fatal y que un juicio como el de Paris sea inconcebible en estos días. Si, en el momento presente, se hubiera planteado un certamen semejante, Atenea, Hera y Afrodita lo hubiesen rechazado y, unidas como una piña, afearían al troyano la conducta. Le dirían que ningún hombre tiene la autoridad para decidir sobre la belleza de las mujeres y que evaluarlas como piezas de ganado era insultante y machista y, en comité amigable, cogidas del brazo, después de manifestarse ante Zeus, el prepotente, adúltero y libertino, se habrían ido a tomarse unas copitas de ambrosía. Así se hubiera evitado la guerra de Troya.
Paris, de esa manera, nunca hubiese conocido a Helena ni la hubiera raptado con la consecuente cólera de su esposo Menelao y si, por casualidad, se diese esta circunstancia, la troyana habría pedido el divorcio al atrida, que, encogido de hombros, diría, cést la vie.
Si las mujeres hubiesen sido siempre como las del consejo de Lisístrata, nunca habría habido guerras desde el año 411 a. C, y si hubiesen sido asimismo como las asamblearias o las amazonas de Aristófanes, tendrían no ya la igualdad, sino el poder. El mito, como el feminismo, lo creó un griego, pues, en definitiva, no hay nada que no haya inventado ya un griego hace una pila de siglos ¿pero qué es más representativo del carácter de la mujer; el juicio de Paris o las comedias de Aristófanes? Quisiera creer que lo segundo.
Cuando avanzan los siglos, muchos siglos, nos encontramos con dramas que nos devuelven a lo de Paris; veamos, por ejemplo, «La casa de Bernarda Alba». Aquellas hijas de Bernarda se sacaban los ojos entre sí por Pepe el Romano, el chulito del pueblo, y les fue de pena.
Hoy día no hubiera sido así. Todas las hermanas se hubiesen asomado a la reja y le habrían dicho a Pepe:
-Mira, Pepe, o nos traes ahora mismo otros amigos casaderos, uno por cabeza para cada una, o no te casas con nadie.
Solidaridad, ése es el concepto, y sin esa base, no hay triunfo. Yo no quiero pensar que el feminismo es una secta, donde unas mujeres caben y otras no, sino una simpatía al género completo. Es muy estrecho ese sendero en el que caben tan pocos pies y tan estereotipados principios. Ser mujer no es un sacerdocio en el que haya que cumplir una serie de votos, entre otras cosas, porque no hay mujer, sino mujeres y, más allá de todo, personas.
Hay todavía una espina que tengo clavada en el corazón. Se trata de un mensaje que recibí en mi blog hace unos cuantos años. No era el primero que recibía en términos insultantes. Por desgracia, el anónimo que posibilita internet, da para que muchos arrojen lo más vil de su lado oscuro sin pensar que tarde o temprano cae dolorosamente su máscara. Al cabo de los años, puedes ponerle cara a los anónimos, incluso cara conocida, y eso más que indignar, entristece.
Aquel mensaje me dolió especialmente, porque la anónima se definía como mujer y feminista, y me amenazaba en intimidatorias mayúsculas con manejar sus influencias para echarme del trabajo. El artículo, al que me respondía, lo había escrito yo en defensa de las mujeres, por eso me extrañó aún más y, cuando lo veo impreso, al revisar otros papeles, me siento muy abatida.
Ni un mal día, ni un mal momento, justifica poner en entredicho un movimiento a favor de la mujer, que se ensaña, precisamente, con una de ellas y la hace dudar.
Por fortuna, mi compañero de La Opinión de Málaga, Juan Gaitán, de modo espontáneo, me vino a defender en un artículo titulado «Clasificada S» ¿tendría que haber sido una mujer quien me defendiese? Pues no, hay que aclarar que el machismo y el fascismo abundan en cualquier género, como también la ignorancia.
Yo no voy a luchar contra todo el sexo masculino, pues es del todo absurdo, sino contra el machismo y la intolerancia que se da todavía entre hombres y mujeres. Algunos y algunas.
Me parece una brillante reflexión. Con algo de melancolía, pero también ELLA es necesaria y seguro que también la inventaron los griegos.
Pues bien, la envidia, la discordia, sí que la analizaron y la representaron los griegos, pero no es necesaria. Hay que recuperar a Aristófanes, yo creo en él.
Antigua partitocracia,
ahí estará el enemigo
antiguo y, por desgracia,
bien metido en el partido.
Si desdeñamos los ismos,
(por no acabar bordeline)
florece el capitalismo,
renovado Frankenstein,
trasmutándose el machismo
dominante, ora gay
ora lesbi chipiguay,
dominando siempre el mismo,
por no perder la parcela
de poder de su entretela,
de su fundamentalismo,
aplicado al individuo;
cíngulo, por demás.
Y más que sujeto, triduo
de la liturgia pascual…
En un ismo,
sólo caben partidismos,
mas esto es surrealismo,
porque ahora los machismos
se disfrazan de violeta,
esto sí que es una treta…
Yo sólo pido lo mismo
sin ponerme una etiqueta
y practico desde siempre
el igualismo
¿por qué ha de ser
que ahora haya de valerme
el hecho de ser mujer?
En la tropa,
no he de ejercer
de mascota,
dejad de tomarme
por idiota