Si las cenas de empresa son peligrosas, los almuerzos de empresa mucho más porque, inevitablemente, acaban siendo también cenas. Si pones a un grupo de gente a beber junta al mediodía, lo lógico es que se les caliente el pico y pierdan el sentido de la realidad y del tiempo para prorrogar el festejo hasta horas intempestivas de la madrugada; o sea, hasta ese mágico momento en el que uno cae redondo. Con suerte, en su propia cama y, con menos suerte, en mitad de la calle o incluso en cama ajena, lo que trae dolores de cabeza añadidos a la ya tradicional resaca.
El almuerzo de empresa da más espacio horario para cometer las barbaridades que se puedan obrar en una cena y multiplica las ocasiones, por tanto, de hacer, como poco, el ridículo, por lo cual se recomienda concertar la cita ya de noche. Así el margen de disparatar estará más limitado, por lo menos.
Desinhibirse es una costumbre muy bonita y hasta saludable, pero hay que apercibirse de que si ello se hace con compañeros de trabajo, la dignidad podrá quedar bastante resentida en el día a día y tal vez ya nunca se pueda recuperar. Tengamos en cuenta que los testigos de la farra son los mismos que nos acompañarán de vuelta al curro la mayor parte del año y hay que apechugar con su maldita buena memoria. Volver a ser el empleado anónimo y discreto de antaño se hace francamente difícil, cuando uno se ha despelotado de una u otra forma a no ser que todos los colegas lo hayan hecho de modo equitativo y, por lo tanto, se protejan unos a otros con un silencio colectivo y prudente.
Por si acaso, lo mejor es imitar la actitud de los voluntariosos. Comparecen a la hora del almuerzo, comen y beben sólo un poquito y, al terminar la pitanza, salen precipitados a cubrir una tarea urgente; recoger a los niños del colegio o acudir a una cita médica. Se divierten menos, claro, pero saben lo que se hacen. Cuando quieren hacer el ganso, se van de viaje a miles de kilómetros y, en las distancias cortas, no dejan pistas.
De ellos podemos decir que son sensatos, pero no nada peor. Los hay mucho más perjudiciales; los abstemios que se quedan y que se quedan hasta el final. En todo almuerzo o cena de empresa tendría que haber una ley; o beben todos o no bebe ninguno. Pero no la hay y, ay, el abstemio se cuela en esos jolgorios como Judas Iscariote en la última cena.
Como está bien fresco, se queda con la copla de lo que hacen todos a su alrededor y pone la oreja a cuanto se dice en los corrillos. Su mente diáfana toma nota y registra como una grabadora y luego esparce lo grabado del modo más inconveniente. Cuidado con él (o con ella).
En cada almuerzo o cena de empresa hay un gracioso. Éste sí es muy necesario y si no sale de natural en la plantilla, habría que contratarlo. El gracioso cuenta chistes picantes que distraen la atención general y que pueden llegar a ser bastante burros. Uno, a veces, no entiende a qué vienen estos chistes tan verdes en Navidad cuando lo que se celebra es un alumbramiento sin sexo; Jesucristo fue sin pecado concebido, ya lo sabemos. Sin embargo, cumplen una función.
Si ellos no actúan, la gente se pone a hablar de cosas más peligrosas; de política o del jefe. Y el abstemio pelota, el peor de los abstemios, luego va con el cuento al despacho.
-Mire usted, don Fermín, qué apuro, pero resulta que en la cena, Valderas y Rusillo dijeron que esto y lo otro. Y así se lo digo, mal que me pese, pero no está nada bien que hablen mal de usted. Ya me entiende.
Así, de aquella manera, resulta que, después de Navidad, se producen varios despidos sorprendentes.
En lo profesional hay quien no teme por su puesto de trabajo a cuenta de las cenas de empresa, pero, caray, metió la pata (dicho de modo fino) en el almuerzo o cena y ahora le viene la contrapartida. En un arrebato de pasión alcohólica el vicedirector (casado) se acostó con una secretaria, el conserje (soltero) con la presidenta (casada), la limpiadora (divorciada) con el vicepresidente…y, en fin, que, sea como sea, tienen que convivir en el mismo espacio el resto del año o hasta el resto de su vida ¿cómo hacen?
Gutiérrez que se dejó seducir por los encantos de la señora del director recibe sobresaltado la misiva de éste:
Señor Gutiérrez:
He sabido por lo que me han dicho algunos fieles subordinados que en la fecha de la cena empresarial tuvo usted cierto escarceo amoroso con mi esposa.
He de decirle que lejos de estar cabizbajo por el affaire, como requiere la cornamenta en estos casos, me siento mucho más aliviado. Hasta hoy mismo, le creía un empleado mediocre, y, sin embargo, ha dado muestras de serme de mayor valía que ninguno.
Le prometo un ascenso y un pertinente aumento de sueldo si persiste en su empresa. Entretenga a mi mujer; hágale el amor y llévela al cine y al teatro. En todo caso, manténgala lejos de mí, yo no la aguanto.
Saludos cordiales de su Jefe.