Siento una gran admiración y un profundo respeto por las personas que son capaces de actuar ante un público inmenso o incluso reducido, lo hagan bien o mal.
Padezco, desde pequeña, de una timidez casi patológica y esa ha sido la razón por la que opté por la escritura. Escribir era mi única alternativa de comunicarme con los demás sin dar la cara y creía que este medio silencioso me iba a garantizar el anonimato.
Craso error, porque un escritor, tarde o temprano, termina siendo un personaje público y ante el público ha de manejarse en charlas o leyendo sus textos.
Recuerdo mis primeras lecturas en clase como una verdadera pesadilla. La profesora de literatura había descubierto mis poemas y se empeñaba en que los leyese en voz alta ante mis compañeras. Así que, a regañadientes, subía al estrado como quien se dirige al patíbulo.
Igual que Safo al contemplar a su bella alumna, todos los sentidos se me turbaban. La vista nublada apenas me permitía distinguir las letras de la cuartilla que sostenían mis manos temblorosas y, en pleno invierno, sudaba con la cara encendida hasta la raíz del pelo. En esta situación, sólo deseaba que cayese un rayo sobre mi cabeza y me fulminase al instante o que creciesen alas en mi espalda para salir volando hacia el rincón más recóndito y solitario del planeta.
Al final, no sé ni cómo, mi voz agitada lograba recitar los versos y mis compañeras, que eran muy indulgentes y bondadosas, me premiaban con un efusivo aplauso, ante la complacencia de la profesora, que creía haber descubierto en mí un verdadero talento que llegaría muy lejos. Yo esperaba, sin embargo, con todas mis fuerzas que aquello no sucediese nunca. Cómo iba a hacer en el futuro para enfrentarme a un público adulto, si ya en clase sufría de aquella manera.
A pesar del paso del tiempo, no he cambiado nada. Todavía padezco ese pánico escénico los días preliminares a la presentación de un libro o la participación en una charla, por no hablar de ese sentimiento de decepción, que se me impone después, al pensar si he hablado de más o de menos o, en resumen, no he dado la talla. O he salido mal en las fotos, que ésa es otra. A todos mis complejos he de sumar el complejo de fea.
Por eso admiro muchísimo a quien se desenvuelve en los medios con soltura y comprendo el miedo de quien ha de hacerlo. Esa debilidad de quien necesita tomar unas copas para poder subir al escenario y precisamente, por el efecto de las copas u otras sustancias, ni llega. Como el gran Camarón, como tantos otros; actores, actrices, estrellas del rock, más miedosos aún cuanto más famosos, al tener que cumplir las expectativas de su público fanático.
Como por razones personales, estoy un poquito en mi burbuja, no me enteré del Festival de Eurovisión; un evento que, de todos modos, dejé de seguir hace mucho tiempo, dado el bajo nivel que representa ya. Supe, no obstante, por esas noticias que te asaltan al entrar en Internet que habíamos quedado los últimos y me pareció un hecho divertido. Quedar el último en un festival así, tiene hasta su guasa, de modo que participé en ella sin mayores profundidades, hasta que supe que el motivo de aquella derrota había sido un gallo que le traicionó al intérprete en plena representación; un gallo que fue trending topic en las redes durante días para regocijo de unos y otros. Ahí me achiqué y empecé a solidarizarme con el cantante. Me preguntaba si toda aquella gente que tanto se reía, ese jurado implacable, sería capaz de afrontar una actuación ante millones de personas y aguantar esa presión sin cometer un fallo. Y me sentí muy avergonzada de haber participado en aquella broma colectiva.
Al fin y al cabo, es tendencia de la población pasiva; esa que nunca se moja, que nunca se expone, arremeter contra el que hace algo, contra el que sí se atreve a arriesgar.
Tal vez porque ya sé lo que significa arriesgarse, aunque sea un poquito, y exponerse a las opiniones ajenas, me hago cargo del valor que supone enfrentarse a la mirada de millones de personas a nivel mundial y en directo. Yo, personalmente, pienso en ello y me paralizo de terror. Ya no es sólo que te traicionen los nervios, cosa muy natural, en situación semejante, sino el simple hecho de asumir el reto y subirse a tamaña palestra. Hacerlo bien es cosa merecedora de todas las ovaciones, pero incluso hacerlo mal no carece de mérito.
No es fácil alegrarse del éxito de otros, sobre todo si son cercanos. Decía sin hipocresía Alejandro Sawa, “cuando un amigo mío triunfa, algo se muere dentro de mí”, sin embargo, todo Quisque se apunta a reírse de un fracaso. Ése es el castigo del que lo intenta y el consuelo del que nunca lo ha intentado.
La falta de complacencia
al ver el éxito ajeno
nos despierta y nos recuerda
sobre todo por aquí
cómo arraigó, con qué fuerza
el pecado de Caín…
Si al contrario, el cacareo
deviene en fiesta lúdica
de un canalla refranero
que maneja hacha impúdica
haciendo leña de un árbol
caído de puro viejo…
Y si se tercia de un gallo
madrugador a destiempo
que al final la conclusión
es quedar como borregos
despeñados en rodadero;
y sin salirnos de España,
como el Gallo de Morón
que es gallina fracasada
y es a la vez superada
por aquella que cantó
incluso después de asada
según riojana tradición…
Sírvale como lección
a los que no se equivocan
salvo cuando abren la boca
y se ufanan a discreción
He ahí su equivocación…
El gallo,
ese ave de Aquelarre
hizo el caldo espeso
a las comadres,
la noche se volvió bruja
y tuvieron comodilla
los marujos y marujas,
que el errare es humano,
trae un cacareo insano
del corral,
que nunca errará una nota
porque no sabe cantar
ni una mala chirigota
sino solo criticar
en los otros las derrotas,
sin saber que el fracasado
es aquel que nunca lo ha intentado
ni jamás lo intentará
Pues rompamos una lanza
por la gallina como tal
que siendo ave de corral
da una lección de esperanza
al humano cacarear
confiando en el mañana.
El papel de los humanos
cuando se cruzan de brazos
semeja al de las ranas
y ese continuo croar
que no sirve para nada,
dejando para muy luego
el noble arte de crear
según cuenta Samaniego:
Desde su charco, una parlera rana
oyó cacarear a una gallina.
«¡Vaya! -le dijo-; no creyera, hermana,
que fueras tan incómoda vecina.
Y con toda esa bulla, ¿qué hay de nuevo?»
«Nada, sino anunciar que pongo un huevo».
«¿Un huevo sólo? ¡Y alborotas tanto!»
«Un huevo sólo, sí, señora mía.
¿Te espantas de eso, cuando no me espanto
de oírte cómo graznas noche y día?
Yo, porque sirvo de algo, lo publico;
tú, que de nada sirves, calla el pico»
Ranas,
que en el eterno croar
se complacen
sin pensar en el mañana,
mientras otros hacen
y deshacen…
Aplastan a quienes
quieren levantar
y es su lema
criticar por criticar…