En la Fiesta de las Letras, el escritor se siente como la novia en la boda. Igual de bien o de mal. Mientras los lectores hojean despreocupados los libros, el escritor centinela observa rígido sus idas y venidas desde el ángulo de la caseta asignada, dispuesto al saludo, la firma o la indiferencia. Como esa novia que, pendiente de sus invitados, los ve disfrutar de las viandas en el banquete sin probar bocado, procurando mantener su imagen impecable por saberse en el punto de mira.
Tal vez a la novia, llegado un momento, le gustaría relajarse y comer y beber a placer como el resto de los convidados, igual que al escritor despreocuparse, picotear de este libro y aquel y hasta engolfarse en la lectura de alguno como otro más de los que por allí curiosean, pero, en la Feria del Libro, como la novia en la boda, es pieza de un protocolo y se debe al público. Un papel, a veces, complicado de asumir para quien trabaja meses y meses, aislado del mundo, en soledad, reduciendo todos sus contactos interpersonales a la cajera del súper o el dueño del vídeo club. Qué extrañeza hay en este hecho de que ese trabajo que ocupó tu vida tal vez durante años, se encuentre resumido en un volumen encuadernado, que se pierde en el expositor, entre otros muchos volúmenes, que también se han llevado pedazos de otras vidas. Ahí es cuando comprendes, como El Principito, que existen otros muchos planetas solitarios, aparte de aquel en el que uno ha habitado como si fuese único; que la rosa que ha cultivado no es singular entre tantas rosas.
Cuando acabe mi turno, otro escritor ocupará este mismo lugar en la caseta y venderá su alma junto con sus ejemplares o verá pasar las horas, mientras pasa la gente, a veces de largo sin mirarlo siquiera, y otras en busca de otros ejemplares:
-¿Tiene usted una Biblia para niños?- pregunta el cliente, confundiendo al autor con un dependiente.
-No sé. Yo soy autor. Sólo firmo.
-¿Cómo? ¿Firma usted la Biblia?
-No, por Dios, firmo mi cuento.
-¿Su cuento?, a ver, déjeme que lo vea.
Hay un quiebro muy conmovedor en la mirada esperanzada del escritor cuando el posible cliente anónimo ojea su libro; un sentimiento que hace decisivo el juicio de ese desconocido.
Si es un buen comerciante, intentará persuadir al lector cantando las virtudes de su escrito, pero si es el típico escritor, tímido de campeonato, guardará un abochornado silencio hasta que el cliente se escabulla, diciendo:
-No está mal. Ya me paso luego, si eso.
Conquistar al lector anónimo es la tarea más ardua para el escritor, que aún no está avalado por la fama. Y, cada vez, hay más escritores con estas características. Escribir se ha puesto de moda y publicar se ha vuelto relativamente fácil por la cantidad de pequeñas editoriales que se han generado al respecto. La situación resumida por muchos es que todos escriben y nadie lee.
Veremos hasta cuándo. Sólo una vocación muy fuerte resiste a las labores de promoción.
Y dichas labores son imprescindibles cuando no se cuenta con la publicidad que manejan los grandes grupos editoriales y la bendición de la crítica.
Sé de muchos escritores noveles que, después de financiarse su propia obra con un gran desembolso, se desesperan por vender sus libros a costa incluso de su dignidad.
Seamos claros, entre tanto aluvión de súbitos escritores, hay mucha morralla, pero me consta que también hay talentos. Lo verdaderamente difícil es establecer un filtro para separar la paja del trigo. ¿Quién se va a encargar de hacer un juicio crítico y objetivo de esta producción exorbitante? Cosa que, personalmente, agradecería, pues, como lectora, no quisiera perderme nada que se escriba, por lo menos, en este país, y merezca la pena.
Conozco y sigo a los escritores ya consagrados, pero no me basta. Quiero respirar el aire fresco que viene de otras voces nuevas y orientarme en ese camino con plena objetividad.
El oficio de escritor es muy duro, la venta de libros con el consabido 10% de beneficio por venta de ejemplar da para comer a muy duras penas y es lógico que se tema a la competencia, pero hay que plantearse seriamente si el desinterés generalizado por la lectura también se debe a que los títulos que más se ofertan, no despiertan demasiado entusiasmo y terminan aburriendo.
En ese caso, como en todo, la apuesta es renovarse o morir. Y morir en la lectura, sinceramente, no me parece una opción ¿nos lo planteamos?
Que la Fiesta de las Letras no sea un funeral
6
May
Tanto escritor llamado
y tan poco el elegido
como si fuera mandato
de un evangelio divino
evoca siempre el ocaso
preludio de los albores
de los últimos lectores
cuya fe mira al Parnaso
hoy repleto de escritores
y sus obras bajo el brazo;
surgiendo entre las flores
el cisne las va cantando
transido ante los colores
nunca vistos y por tantos;
como silvestres caléndulas
maravillas van alegrando
el estanque de las libélulas…
En su alegría, Fortunato
ebrio de carnestolendas
“vero buffone italiano”
al amigo se encomienda
tras prometer el villano
la cata, en su bodega
de un barril de amontillado
mas era venganza ciega;
cuando quiso darse cuenta
ya lo había emparedado…
¡Cuidado con el sistema!
Ni en este tiempo ni en otro
sobrevive el escritor
si no halaga con su pluma
al gran señor;
practicar la adulación
como lo hizo el autor
de Fuenteovejuna.
La satira inoportuna
sólo te lleva a prisión,
que la verdad sólo da
en las letras malestar
y esa mala costumbre de ayunar.
Para escribir y comer,
la solución
es practicar
el género de evasión,
vivir y medrar,
hacerse truhán,
ser un poco picarón,
que es un enojo,
sufrir la suerte del cojo…
Nadie lo pondría en duda
si Lope de Vega viviera
viviría de los programas
junto a féminas sesudas
del tipo Belén Esteban
y su cohorte de damas;
con un jugoso contrato
una trama por jornada
pues labia tenía pa rato.
Al otro lado del mundo
en poema malagueño
se divisa al “cojitranca”
el personaje fecundo
que a diario consolaba
de las penas a su madre
que sufría cuando tiraban
de forma ruin y cobarde
piedras a su “pata mala”…
Siendo la vida una apuesta
yo me quedo con Quevedo
que siempre tiene respuesta:
“Los que me quieren mal me llaman cojo
siendo así que lo parezco por descuido
y soy, entre cojo y reverencias
un cojo de apuesta:
Si es cojo, o no es cojo…”
Apostando vamos, seña Lola…
Adulador por codicia
Lope, metió la pifia
de no querer en su panda
de guapotes
al autor de Don Quijote.
Luego le vino la envidia,
pues por dolor
creció mucho el escritor
y así le hizo sombra
con su obra,
que del rencor hizo humor,
harto de tanta mazmorra.
A la sombra compuso
una bazofia
con nombre de Avellaneda
que sin valor,
sólo produjo irrisión,
que es como ver el revés
de aquella misma moneda.
Malo es sentirse Dios,
porque aquel que despreció,
le sacó la delantera.
No desprecies a la hormiga,
por más que seas elefante,
que ella laboriosa crece
y, en siendo pequeña antes,
bien podrá ser la más grande
y tener el nombre propio
de Cervantes.