Los pijos son raras criaturas con una afición genética a disfrazarse de cazadores. Entre sus prendas fetiche nunca falta la chaqueta acolchada en tono verde bosque o azul marino que, combinada con pantalones y jerseys en colores y texturas también muy oportunos para la montería, igual les valen para cazar perdices que para ir de cañas un domingo al salir de misa. Ves a algunos en las barras de los bares a los que, para culminar el efecto, sólo les falta el sombrero con la pluma de faisán.
Otro disfraz propio del pijo es el de jinete. Este muy acusado entre las damas, quienes gustan de pantalones y botas de montar, cuando no de pañuelos con motivos de estribos, espuelas y borlones ecuestres que multiplican en bolsos y zapatos, y compran, precisamente, en una tienda llamada “El caballo”.
Los varones, a su vez, sumamente aficionados a tan noble animal, suelen lucir camisas y polos, en cuya pechera lucen una imagen del cuadrúpedo que, en principio, era pequeñita, pero que ya la moda ha aumentado hasta casi apoderarse de su tórax.
O sea, que aquel caballito alazán distintivo de antaño, hoy día se ha convertido en un caballazo percherón como la copa de un pino. Por alguna razón, los pijos necesitan, más que nunca, asociar su identidad al caballo. Pero ¿por qué al caballo?
Como mi mente, fraguada en bachilleratos de humanidades, donde aún no escaseaban las horas de griego, latín y filosofía, es muy dada a buscar razones intrínsecas a las cosas, no dejo de darle vueltas al asunto y hasta doy con algunas.
Se me ocurre, por ejemplo, que el motivo está en sus posibles ancestros romanos. Los pijos han de tener ascendiente en la noble clase ecuestre, llamada así por ser aquellos miembros solventes de la sociedad que, dentro del ejército, podían costearse un caballo y que, al paso de los siglos, dieron en convertirse en los verdaderos caballeros españoles. Dado tal dato y, puesto que en los tiempos que corren, ir a caballo no es más que una afición de fin de semana, lejos de ser ya el vehículo natural que transportaba a sus antepasados de abolengo, algunos pijos actuales se caracterizan por ciertos andares arqueados que denotan la carencia del caballo de rigor entre las piernas, más aún porque, el ir subidos a una grupa, facilita mirar al inferior por encima del hombro, siéndole al pijo esto casi imposible sin auparse al equino, cuando, para mayor colmo de males, el susodicho es bajito. Un todoterreno, en tales casos, algo puede emular dicho efecto de jerarquía óptica, pero igual, igual, no es. Por más que haya especímenes pijoides, que crean que los caballos de sus ancestros sumados a los caballos de su coche les autoricen a atropellar sin más al peatón y cometer impunemente cualquier infracción de tráfico.
Antiguamente el pijo ecuestre, como complemento de sus trajes de montar, llevaba una fusta que le valía para exigirle obediencia al caballo y a todos cuantos se atreviesen a poner en duda su autoridad. Ahora, sin fusta ni caballo, se tienen que hacer reconocibles por otros signos estéticos como el rubio teñido y planchado en las mujeres y la gomina en los hombres. Al igual que las pijas traen el rubio teñido de nacimiento, los pijos tienen en sus genes el pelo engominado ¿pero qué pasa cuando el pijo en cuestión se queda calvo? Buena pregunta.
Pues, en fin, digamos que, en ese caso, la gomina del pelo se les pasa a la garganta, con lo cual se les pone una voz engoladísima, como a lo Julio Iglesias, que emite palabras, de veras difíciles de entender para el resto de los humanos y de adscribir a ninguna zona geográfica. Misterio es que, sea el pijo de donde sea, acabe pronunciando igual; más con el chicle que con la lengua.
Conozco bien a esta gente, pues mi infancia transcurrió en un colegio de pijos, distinguiéndose ellos por la cantidad de marcas que lucían en su cuerpo. Por ejemplo, los mocasines “castellanos” con estribos o borlones ecuestres y unos vaqueros en cuya trasera figuraba el nombre de alguna firma carísima. Los pijos iban marcados por el pernil como los jamones.
Mi madre, nada dada a la pijería, me compraba unos pantalones de tergal y de campana en “La Meca de los pantalones”, donde regalaban el tercer par con los dos primeros. Y decía que era lo mismo, pero igual no daba, pues, con ellos, era el hazmerreír de todo el colegio.
Todo un verano estuve ahorrando para comprarme unos vaqueros “Lee”, desde cuya etiqueta, invocaba el conjuro. Un pijo que lee, como poco, se convierte en un pijoprogre e incluso, dicen, que, en tiempos de Franco, los pijos leídos acababan en “el partido” (comunista) y arrestados en comisaría. Aunque, como tenían algún pariente influyente del Régimen, solían salir enseguida.
Las modas vienen y van, pero el pijo ecuestre, con caballo o sin él, seguirá ahí; mirando el mundo desde arriba.
Bien descrito ese pijo
con finura y con arte
no se puede pedir más
siendo tan poco prolijo…
Lo demás es pijoaparte
con su porte de D Juan
de barrio, no de dehesa
que Marsé supo plasmar
junto a la pija Teresa.
Hoy no se vería igual
quedan lejos los sesenta
(no lo digo por mi edad)
el pijoaparte se inventa
entre inmigrantes latinos
o de corte musulmán
no en charnego revenido…
Volviendo a la actualidad
colmada de nuevos ricos
que imitan la necedad
queriendo jugar a pijos
se hicieron de caballos
que enseñar y de cortijos
con sirvientes y vasallos…
Ahora los busca Montoro
que no se conformará
con chocolate del loro.
Saludos
Un aparte como es lógico
se merece el pijo apócrifo,
émulo del caballero,
en cuanto apaña dineros,
que es su ley cambiar de sayo
por no parecer vasallo
y comprarse, a toda prisa,
la camisa del caballo.
Cuanto visto, tanto valgo
qué española es la manía
de parecer hijos de algo…
Esa “uniformidad” o “prendas fetiche” la encuentras en todas las tribus urbanas Lola. Da igual que fuesen los 60, los 70 o los 2000. Te reto amablemente a que hagas similar análisis de indumentaria para los otros grupos. Seguro que tú misma en tu “colegio pijo” usabas prendas comunes a muchos otros para distinguirte de los que te rodeaban y defender tu “no pijidad”…
…hijo de algo es fidalgo
es como ser fijo de algo
hoy se diría funcionario
que sobrevive en estío
pues si donara la capa
imitando algún ancestro
se moriría de frío…
Otra se pone a cubierto
devenida pija y progre
hablo de Irene Lozano;
ha visto el cielo abierto
con solo poner la mano
esperando ver el sobre
con esa sonrisa alegre,
troca la plata por cobre
y un lugar en el pesebre
La Rosa se queda sola
como era de esperar
en política española
mas erguida en su rosal.
Ella se pone de moda
en femenino singular.
Para no variar…
Trocar una Rosa por otra
qué más da,
ay, quién atina a tomar
esa rosa sin espinas,
hijas del mismo rosal.
Venga, abejas, a libar
que otro empeño es en vano
si no es este de Lozano
de hallar el mejor panal
y cambiar por regadio
esa Rosa de secano
(las ideas al pantano)
En fin, no, Luis, yo no he premeditado mis prendas nunca de acuerdo a un grupo. He sido librevestidora como librepensadora y, aunque no he pagado marcas, me ha salido todo eso carísimo.
No te quepa duda de que he escrito sobre vestuarios de toda clase de tribus urbanas y que, en cierto modo, las envidio. Cuando perteneces a una tribu, tienes donde agarrarte, pero cuando vas por libre, se te echan encima todas las tribus y te quedas “Sola en el Mundo”. Gracias por tu comentario, no todos se atreven a hablar si no es por la espalda. Valiente!!!