El oro de Londres

6 May

Hace tiempo que en el mercadillo de Portobello Road no venden antigüedades sino simples imitaciones o viejos cachivaches, pero da gusto ir allí a comprar cualquier baratija a plena mañana del sábado, aprovechando un ratito de sol; preciosa rareza que vale en Londres más que un lingote de oro. Que amanezca un día esplendido no quita para que, al rato, caigan chuzos de punta con un frío que pela, de modo que, al primer síntoma de ese insólito rayo solar, los londinenses se echan a la calle en hordas festivas con liviana ropa estival para tumbarse sobre la amable verdura de Hyde Park o merodear por el colorido Portobello al reclamo del destello pirata de sus falsas alhajas, ropa de segunda mano -que incluyen en su oferta, incluso uniformes de la Segunda Guerra Mundial- verduras y frutas exóticas, mientras flota en el aire una caótica mezcla de aromas a guisos multiétnicos que, en cada puesto, preparan cocineros de todos los colores para consumo inmediato de los visitantes, quienes improvisan su informal y sabático almuerzo, tomando sitio al aire libre sobre las aceras. El sol ocasional y caprichoso de Londres se confunde de amarillo con el arroz de una inmensa paellera bajo el toldo de un tenderete; “Spanish paella”, anuncia el cartel. Una pinta estupenda, vive Dios, pero yo que tú no lo haría, forastero. Los ingleses tienen un modo peligroso de versionar la comida española al punto de cargársela con su toque personal. Prueba a pedirte unas tapas en una de esas numerosas tascas, ornamentadas de farolillos, carteles de corte taurino y póster de Picasso y sabrás lo hediondas que pueden llegar a ser unas apócrifas croquetas de pollo o una simple tortilla de patatas, aunque resulta curiosa la experiencia de comprobar por la carta que uno de nuestros más típicos platos nacionales consiste en cierta ensalada de rúcula, agreste de aliño, salteada de manzana y presunto queso manchego. No se trata de nada personal, sin embargo, pues ese proverbial mal gusto inglés para combinar viandas y especias atañe, en especial, a su propia gastronomía autóctona, cuyos guisos pestilentes a pleno hervor, en hogares y locales al uso tradicional, hacen el mismo efecto al olfato foráneo que los vapores procedentes de un retrete con la puerta abierta. Quien lo probó, lo sabe. No obstante, se podría decir que hay algo de democrático en estos lamentables procederes culinarios, pues lo mismo de mal come el mendigo, atendido a la cola de los servicios sociales, cerca de Trafalgar Square, que la propia Reina en su fastuoso palacio de Buckingham. Valga idéntico juicio referente al modo de vestir. El inglés adora el colorido, que emula a las culturas solares, pero lo combina tan deplorablemente como los ingredientes de sus salsas. Así la vagabunda vieja chiflada, de lengua bravía y mejillas coloreadas de ginebra, personaje prototípico del paisanaje londinense, tocada de enorme floripondio y envuelta de chirriantes estampados, viste a la semejante manera horrenda de la familia real en ciertas ceremonias de copete -mención especial para sombreros plumados y descomunales pamelas-. Frente a lo dicho, contrasta, sin embargo, el primor estético en el diseño de sus hogares. La vista se complace en las fachadas uniformes de dos plantas y ladrillo rojo desde el Soho a Covent Garden o con las elegantes residencias de rectilíneas y armónicas formas neoclásicas, puertas flanqueadas por ambas columnas y escalinata interior a los bajos, alineadas de forma impecable desde Notting Hill a Chelsea. O ante ese modo acogedor de concebir los pubs, segundo hogar del londinense, multiplicados de lámparas en su justo punto de luz, sólidas maderas y vidrieras eclesiásticas. Deliciosos también son sus jardines, poblados de los múltiples colores de todas las flores que hacen posibles el clima lluvioso y el cuidado sensible de esas manos del inglés, especialmente dotadas para la jardinería. La primavera ha nevado de pétalos rosados los estanques y exquisitas fragancias homenajean el paseo en memoria de Diana de Gales con ese deje melancólico y romántico que se asocia a la muerte de las jóvenes y bellas. Pero la escasa fortuna del sol londinense ya dio de sí demasiado para su costumbre y un frío invernal de cielo tenebroso empuja al cobijo del Bed and Breakfast. Desde la ventana de sus habitaciones, de sólito confortables, gusta contemplar la cólera de la tormenta allá fuera, mientras te calientas las manos con la cálida y floreada porcelana de una taza de té –en estas casas de huéspedes casi nunca falta la tetera eléctrica- y escribes algunas notas- tampoco suele faltar el escritorio-.
El pirata inglés no fue sino un turista en busca de sol por esos mundos. Saqueó casi todos los rincones del planeta, pero, entre todos sus botines, nunca pudo traer el sol; su oro más preciado. En su lugar, trajeron el té, que ahora forma un círculo rubio tostado en la taza. Éste es el oro de Londres.

P.D: A partir del lunes, abrimos nuevo inventario “Inventario de chistes malos”. El certamen se presenta reñido, pues parece que no hay nada más abundante. Hay quien dice que hasta la vida en sí misma no es más que un chiste malo, pero no vamos por ahí, por la línea fatal del catastrofismo filosófico. No se trata de buscar el mal humor, que ya andamos sobrados, sino de rastrear en los anales del humor malo. Tampoco de hacer una competición de ingenio. Relájate y cuéntanos el chiste más malo que jamás hayas oído y del que, encima, has tenido que reirte por educación. Se han publicado compilatorios de chistes presuntamente buenos que daban pena. Hagámoslo ahora con los peores. Seguro que, al final, hasta nos hacen gracia. Anímate, nos vamos a reir un rato.

7 respuestas a «El oro de Londres»

  1. De Londres, me gusta la movida underground y los punkies por Covent Garden. Ahora Notting Hill se ha puesto como Chueca de un “ambietazo” total. Saludos a los COLEGAS.

  2. Es muy bello, evocativo y sugerente esa imagen de la taza vista desde arriba como un círculo solar. Ahora mismo voy a prepararme un té bien aromático y, si acaso, acompañarlo de unas tostadas con mermelada de naranja amarga. Eso sí que lo hacen bueno.

  3. Los dos Londres me gustan, el de con sol, y el de con niebla. Imagino que encontrarte por Londres será una gozada, Lola. Me ha gustado mucho esta entrada: me trae “recuerdos de lo vivo lejano”. Gracias

  4. 🙂 Me he reído muchisímo con esta entrada, Lola. Tienes razón- por estos lares es muy difícil encontrar un bar de tapas donde poder tomarte una tortilla de patatas, un gazpacho, y menos aún unos boquerones en vinagre como Dios manda… Pero hay raras, rarísimas excepciones: así, si alguna vez vas por Dublín, no te pierdas el bar de tapas “Salamanca” en pleno centro de la ciudad -ahí sí que te puedes tomar una tortilla de las de verdad (y sin tener que soportar los horrorosos farolillos y los carteles de corridas de toros de año catapún). Pero también es verdad que los irlandeses, en su afán de romper con su legado británico, se han esmerado mucho más que los ingleses en mejorar su oferta gastronómica…
    PD: Oye, y de las vagabundas viejas chifladas con floripondios en los sombreros ¿qué me dices? ¿adorables, no?

  5. Gracias, Rosa, por la recomendación. En Dublín no comí mejor, pero creo que porque no estuve sino cuatro días y, yendo a la deriva, es cuestión de suerte encontrar un buen restaurante en el camino. Sin embargo, me encantó el ambiente de la ciudad, la gente tan amable y divertida y la gran oferta cultural. Volveré en cuanto pueda por una temporada más larga y, cómo no, haré paradita en el “Salamanca”, por esos boquerones en vinagre.
    P.D: Por supuesto que prefiero esas viejas chifladas a las sensatas. No hay color. Un beso fuerte.
    Lola.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.