
La otra de catedrales es la última de Berlusconi. Una salvajada esta vez en forma de agresión contra ´Il Cavaliere´, que ha sido ya interpretada en todos sus matices, excepto –creo– en el peculiar simbolismo del arma agresora. El culpable confeso –y parece que contrito– ha descubierto el móvil de su violenta acción, un irrefrenable impulso de antipatía hacia el primer ministro italiano, pero nada ha desvelado sobre la elección del arma arrojadiza con premeditación o sin ella, con metáfora implícita o no. Me extraña que los detractores acérrimos del Cavaliere, a millones por internet, que van ya por sacralizar a Tartaglia, el deficiente mental que destrozó la cara del prepotente interfecto con una contundente réplica del Duomo de Milán, no hayan deducido tal objeto como una muestra más de la iluminada inspiración del atacante. Algo así como que, por mano del vengador popular Tartaglia, al final el peso de la justicia divina ha caído sobre la cabeza del envanecido Berlusconi por ponerse a la altura del mismo Dios, creando su propia Ley más allá de la de los hombres y atreviéndose a descalificar con omnipotente soberbia a casi toda criatura mortal a base de misoginias, homofobias y xenofobias, mientras por su parte practicaba con total impunidad toda clase de desórdenes morales y delitos que clamaban al cielo. Pero la realidad, en fin, suele ser más simple; Ni Tartaglia es un elegido celestial ni su acto posee cualquier carga apocalíptica. Su pretendida hazaña, jaleada por el coro simpatizante de la fuerza bruta y la justicia gruesa –nada minoritario por cierto– no ha sido más que otra burrada que añadir al anecdotario de nuestra historia como la del espontáneo periodista iraquí que arrojó sus zapatos a la cabeza de Bush o la célebre bofetada de Ruiz Mateos, vestido de Supermán, al ex ministro de Economía, Miguel Boyer. Al igual que el justiciero jerezano, el simple de Tartaglia, sólo quiso liberarse de su tensión con una salidilla garrula en plan, «que te pego, leche», pero le pilló con el plúmbeo souvenir encima y se le fue la mano. Hasta ahí la dimensión épica del hecho. Una payasada como una catedral.
Viernes a viernes, te superas, Princesa. Un beso.
Este artículo es una verdad como una catedral.