El fútbol, más conocido por fulbo en estos lares, es la única ilusión que le queda al criaturo cuando se han ido marchitando las otras. Ahuyenta la frustración y sube la autoestima. Llegado a ese punto fatal de la biografía “en la mitad del camino” si uno no escribe “La Divina Comedia”, siempre le queda la posibilidad de apuntarse unos tantos a favor del éxito merced al balompié. Y librarse así del tedioso y triste anonimato. Uno se cree que no es nadie hasta que se hace del Barça o el Real Madrid. Es entonces cuando vuelve a llenar su vida de sentido, encontrando por fin una causa para la emoción y el triunfo al que poder adscribirse sin mayores medios que la radio en la oreja, una esplendida tarde de sofá frente a la tele con la correspondiente provisión de latas de cerveza, y ,en el colmo de la dicha, la compañía de otros colegas igualmente futboleros con buenos pulmones para cantar el gol, que brinquen de gozo en el asiento, insulten al arbitro de la discordia a toda carga de grueso vituperio y aconsejen con docta efusión a la pantalla las estrategias que habría de seguir cada jugador y los cambios que el Mister tendría que hacer en el banquillo. El fútbol, más aún en compañía, es placer de dioses, de eso saben los bares abonados a canales futboleros que, bajo el hechizo de la pantalla gigante, congregan multitudinarias reuniones estentóreas, más estentóreas aún cuando los ánimos van inflamándose por inspiración de Baco. Cada gol, cada falta, cada tensión a la espera de un tanto es un “póngame usted otro cubata” o “éste invita”. Conviene que haya integrantes del equipo rival en tales eventos a los que hacer pagar las rondas o humillar en caso de victoria. El fútbol crea lazos de solidaridad, pero también ese sentimiento de revancha contra el contrario tan necesario en el ciudadano español para sobrellevar su carga existencial. Puede que, al final, se reconcilien las dos Españas que, por sus cuitas ideológicas, acabaron enzarzadas en la Guerra Civil como pretendió primero el ecuánime Menéndez Pidal y luego su heredero de espíritu, Muñoz Molina, con “La noche de los tiempos”, pero éstas que han adscrito su identidad a los colores de los sendos y sempiternos equipos se prevén del todo irreconciliables. Para el culé, el merengue es siempre “el enemigo” y viceversa. Ésa es su guerra. Y su leitmotiv.
En cualquier caso, mejor que las disensiones fratricidas, por lo que se ve inevitables, se resuelvan antes en el campo de fútbol que en el de batalla. Por aquí no se ha llegado al extremo de los hooligans y, al final, todo queda en una catártica descarga de adrenalina que acabaría estallando por peores derroteros con los que alimentar la crónica de sucesos.
El fútbol es, en fin, un bien social, pues, año tras año, liga tras liga, da la felicidad a las masas y cierta posibilidad de sublimación. Hay otros modos de sublimación pero nunca de predicamento tan inmediato y mayoritario. Visto lo cual, no habría de criticarse tanto el salario astronómico del futbolista, dada la magnitud de la misión humanitaria que desempeñan. Será que el médico salva vidas, pero no tantas ni en tan poco tiempo. Del movimiento de piernas de un futbolista durante un minuto de partido depende el equilibrio psicosomático de millones de criaturos, lo cual resulta impagable. El problema es que el dinero y la fama –justificados o no- acaban ofuscando mentes, más aún si ya de por sí no son demasiado privilegiadas; así el futbolista endiosado acaba perteneciendo a esa raza de bobalicón que habla de sí mismo ante los medios en tercera persona como Julio César con la atrevida arrogancia del perfecto mentecato, con cada vez más beneficio y menos oficio. El futbolista que llena los platós de los programas tele-basura de pilinguis dispuestas a poner al tanto al tendido de sus epopeyas sexuales y lunares en salva sea la parte y se da antes a la juerga con todo su condimento de drogas y alcohol que al austero entrenamiento por el que lograr los resultados que justifiquen su fichaje millonario. Mimados por la afición y arropados en la reputación magnificada de ser imbatibles, con juego o sin él, se duermen en los laureles como en aquella fábula de “La liebre y la tortuga” hasta que un buen equipo de currantes con la cabeza fría y los pies en la tierra demuestran que el campo es de quien lo trabaja con un 4-0 que no admite mayor ambigüedad que la de hablar de un palizón en toda regla. El triunfo del modesto Alcorcón frente al Madrid es del todo ejemplarizante y democratizador. Se puede hacer buen fútbol sin el respaldo de un club muchimillonario, con un equipo enteramente patrio sin la importación de cuantiosas estrellas extranjeras, a base de chicos que cursan estudios universitarios y se casan con sus novias de toda la vida.
También se puede hacer un fútbol para la vida y no una vida para el fútbol. Larga vida al Alcorcón.
Yo también del Alcorcón
4
Dic
¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!!!…