Será que el célebre asesino de la ballesta no cometió, al fin, un asesinato ni siquiera un homicidio, sino más bien un simple experimento. Lo último que oigo sobre el caso, según propias declaraciones del tal Andrés Rabadán, es que disparó aquella fatal saeta contra su padre sólo por “ver lo que pasaba”. La intención, como vemos, en principio no era mala, lo que desmadró el asunto fue únicamente el instrumento. Esto es, puestos a ensayar experimentos, sobre todo, si está por medio la integridad de un ser humano, más aún tratándose de un padre, conviene tener a mano como mucho una pluma de avestruz para que la cosa acabe en cosquillas; los empirismos con ballesta ya se ven venir que no han de terminar de muy buena manera. Antes de cometer el parricidio, o sea experimento, a Rabadán se le iba intuyendo cierta tendencia experimentalista por su afición a descarrilar trenes, tres en concreto, no, por supuesto con mala intención sino como medio de evasión por ahuyentar su soledad como afirman sus seres cercanos y biógrafos. Será que aquello era un entretenimiento escapista como otro cualquiera, aunque puestos a ello, no veo la necesidad de llevarse a tantos cristianos por delante sin antes probar otros tales como la lectura, la música o el cine, sin duda no tan catárticos pero, ciertamente, placenteros y sin mayores daños colaterales. Deleites intelectuales que, por fin, conoció Andrés en la cárcel para desarrollo de su sensibilidad –y alivio de futuras víctimas casuales-. Pese a su mala reputación, la cárcel suele resultar un espacio bastante apto para la realización personal y la revelación de las facetas más refinadas del reo. En ella entra uno criminal y sale artista o señor abogado como el Lute, cuya fama llevó a inmortalizar sus memorias en la gran pantalla con el beneplácito de la sociedad que tiende a sentir por el delincuente cierta fascinación hasta trascenderlo a la categoría de héroe de masas. Por el mismo camino va Andrés Rabadán cuya trayectoria de descarrilador de trenes y parricida de la ballesta a escritor consagrado e iluminado dibujante quedará documentada como singular epopeya por el estreno cinematográfico “Las dos vidas de Andrés Rabadán” de Ventura Duvall. A fin de cuentas, algo hay en la naturaleza del asesino que seduce al creador al punto de olvidarse de la violencia de sus acciones y del propio dolor de sus víctimas, criaturas, a su parecer, mucho menos interesantes. Le pasó a Truman Capote que, por documentarse para su novela “A sangre fría” sobre la matanza espeluznante de aquella familia de Kansas, al hilo de sus continuas entrevistas con uno de los coautores en su propia celda, terminó por enamorarse de él y acercarse más a su causa que a la de los mismos asesinados. Hay una magia entre las rejas que despierta el lado más exquisito y sensible del malhechor, por malhechor que antes hubiere sido. Cómo olvidar a aquel conmovedor preso de “El hombre de Alcatraz”, encarnado por Burt Lancaster, desfallecido de atenta ternura en el cuidado de sus pájaros. O el “Malamadre”, que borda Luis Tosar en la recién estrenada “Celda 211” con su puntillo de nobleza bajo su atroz y brutal apariencia.
Y, si así era antes, en aquellas prisiones sórdidas, de atmósfera hostil y despiadada, cuanto más ahora con el aura cándida y amable que pintan en nuestras pantallas. Tal y como se presentan en ese nuevo e impagable espacio televisivo, “El coro de la cárcel”, más bien parecen residencias de estudiantes, espacios recreativos u hoteles de cinco estrellas con sus impecables gimnasios, sus pulcros talleres y esos comedores donde los presidiarios se ve que almuerzan de campeonato. Tampoco los delincuentes parecen muy delincuentes, sino pobres chicos que están allí por casualidad; simple despiste. Naderías de nada como que uno se mete una raya de coca, “a ver qué pasa” y no sabe cómo se ve traficándola por quilos. Pero, como no hay mal que por bien no venga, resulta que lo meten en la cárcel donde lo pasa de maravilla y, de paso, encuentra pareja, pues, por cuanto cuentan, no hay quien no ligue en las zonas comunes. No acabando la cosa ahí, resulta que además en esa idílica Chirona uno puede ser besado por la fama si supera el casting televisado que hace lo de “Operación Triunfo” en versión como hampa-pop.
Dadas las susodichas condiciones carcelarias, sería difícil discernir si el mencionado espacio es una invitación, más que a la reinserción, al propio delito. En la cárcel se vive mejor que en el paro y uno sale directo al estrellato.
Mientras tanto, los ciudadanos honestos, objeto plausible del crimen, felices de hacer felices a los delincuentes en espacios tan lúdicos a costa de nuestros impuestos. Lo peor de ser honesto es que a veces te sientes hasta imbécil.
Todos a la cárcel
27
Nov