Más que el Príncipe azul, nos gusta el mayordomo. El mayordomo es el asesino en casi todas las películas de suspense y, sin embargo, lleva los puños de la camisa impecables sin revelar huella alguna de sus cruentos crímenes. Sin embargo, el Príncipe azul, ay el Príncipe azul, vuelve a casa para encontrar el reposo del guerrero y, como guerrero que es, trae manchas de sangre hasta en el carné de identidad. Unas manchas que no las quita ni el detergente más ultra-eficaz. Y estamos hartas de tanto frotar, qué caray. Menos mal que ahí está el mayordomo siempre con la fórmula eficaz para acabar hasta con la suciedad más incrustada. El mayordomo del algodón, suave, correcto y con la mopa a punto para acabar con todas las guarreridas españolas en suelos y superficies, es nuestro héroe; el hombre que necesita toda mujer del siglo XXI, que, sépanlo, ya no queremos que los cónyuges ayuden en las tareas del hogar, sino que las hagan ellos solitos. Como el mayordomo que, además de dejarte la casa como un jaspe, está como un queso. La mujer con mayordomo es una mujer feliz y realizada, la envidia de sus amigas que, en tropel, acuden a descubrir el secreto de la perfecta y alborozada ama de casa; el mayordomo. El pedazo de mayordomo, que exclaman a coro las interfectas, cuando le ven llegar con sus aires de galán de cine, bayeta en mano. Que no deja nunca huellas, aunque se haya cargado a media humanidad allá por las mansiones victorianas de la cinematografía a lo Agatha Christie. Un auténtico fenómeno.
Esta relación idílica entre el mayordomo y la mujer ha sido ya objeto de estudios freudianos que reflejan algunas obras del cine español no tan remoto. Mi ilustre amigo, Manuel Trenzado, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Granada y más conocido en otro tiempo por Manolo el de la tesis, tuvo ocasión de rastrear la raíz psicoanalítica del tema. Pues bien, Manolo el de la tesis, hizo, obviamente, una tesis. Tesis que le obligó a recorrer el cine de la transición española, plagado de obras magnas protagonizadas por el inefable tandem Pajares-Esteso y destapes a troche y moche donde reinaban las poderosas geografías humanas de Bárbara Rey y Nadiuska entre otras y que le permitió toparse con joyas tales como aquel insigne film titulado, “Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo”, que hizo las delicias de los adictos al cine cutre-erótico tan en boga por aquella década y viene a subrayar mi hipótesis sobre las fantasías del subconsciente femenino. El héroe de la mujer contemporánea no esgrime la espada, sino el plumero, sin, por ello, menoscabo alguno de su virilidad. La publicidad que siempre sabe apelar al deseo, presenta a un Mister Proper musculado como un dios del culturismo que con frescura de limón se mete en la cocina para brillo del azulejo y regocijo de la mustia ama de casa, abatida sobre los pringosos fogones, quien, como premio a sus brillantes gestas con el cubo de fregar, no se recata de hacerle unos cuantos arrumacos al campeón de las manchas y de las cachas.
La publicidad abre una ventana de esperanza a la esclava del hogar y por ella entran un sinfín de señores estupendos con el secreto de la fórmula anti-cal, con el bang de quitar la suciedad en un bang o con cualquier monserga que anime la mañana de la atribulada señora antes de que suene el timbre y llegue el Príncipe azul con sus camisas de guerra a lamparón perdido que siempre necesita limpias para mañana.
Se impone entonces la realidad sobre el deseo, el Príncipe azul, el Quijote de la Mancha, el rey de la casa, toma entonces su mando; el mando de la televisión y no está de humor para acabar con la suciedad en un bang ni tener remota idea de cómo diluir hasta la grasa más incrustada. Preferimos al mayordomo, cómo no, que, además de lavarse sus propias camisas, deja todo el hogar listo para la prueba del algodón sin rechistar un pero. No es un rey, no tiene mando y se repliega a cualquier orden; un ideal de perfección masculina, en suma. No está mal eso de que las mujeres siempre mandan en la sombra y en el fondo, pero, por lo que sé, a la mayoría lo que le gusta es mandar de una manera explícita y contundente y, si me apuran, conozco más este modo de mando que el primero; es lo que he observado en mi dinastía familiar y en los comportamientos hogareños de mis vecinos colindantes, órdenes tan sutiles como un “Ramiro, levanta el culo del sofá y vete ahora mismo a por el pan”, con la delicadeza femenina del grito pelado.
Con el mayordomo es otra cosa; conoce su puesto, sus obligaciones y ejerce, pues, su servilismo sin necesidad de exhortaciones abruptas. Después de exterminar con elegancia a media cámara de Lores con
sus deliciosos cafés al cianuro, viene, sin inmutar su refinado gesto, a aniquilar todos los ácaros y gérmenes de nuestro hogar. Pedazo de mayordomo; cómo no lo vamos a querer.
Caray con el mayordomo
16
Nov
Yo fui una chica comunista e igualitaria, pero así hasta me animaría a tener servicio. Caray!!!
Será ésta de las mujeres que se quejan del sexismo en la publicidad y luego se mueren por construir al hombre-objeto. Pedazo de feminista, oyes…
Mayordomía!…
¡¡¡MAYORDOMIA!!!…