Septiembre puebla el paisaje urbano de caras mustias. Se remueven las malas bilis de los que, después de las siempre cortas y raudas vacaciones, han de reincorporarse al trabajo y, más aún, las de aquellos que carecen de trabajo al que regresar y se ven abocados a prolongar su estancia en ese limbo entre trágico e insípido que es el paro. La desocupación que para la población en activo es esa bendición de días ociosos marcada como apetecibles oasis del calendario, para el parado no es más que un estado crónico, una línea de puntos suspensivos, cuya monotonía no parece alterar ni el paso de las estaciones ni la llegada de festividad alguna. En su almanaque cada día es igual al anterior o al siguiente a salvedad de aquel en el que hay que volver a sellar la tarjeta en la oficina del INEM; como en una triste ceremonia de renovación de votos en la que reafirmar su condición al margen del sistema productivo y casi retributivo. 420 euros dan para la sopa aguada de la olla que, a la salida del convento, repartían las monjas entre los indigentes, asemejándose a ese simbólico reparto de víveres con el que, periódicamente, el emperador Augusto calmaba los ánimos de la plebe por evitar cualquier impulso de revuelta a las puertas de su fastuoso palacio. Ese único día distinto a los demás en la rutina uniforme y calendaria del parado, el día del sello, es precisamente el día en el que el parado se siente más parado que nunca, abierto de nuevo a un futuro sin demasiadas esperanzas ni posibilidad de sorpresa, toda vez que el Gobierno anuncia que, agotado el paro, vuelve el paro; los 400 euros, las salchichas de bolsa, el puré de sobre y el sucederse agotador del tiempo inmóvil e impasible. Lo dicen los psicólogos y los poetas romanos; el ocio ilimitado entumece y degrada la naturaleza humana que precisa de la rutina y el horario que marca un trabajo para hallar una cierta armonía, sin la que los ricos caen en el desorden del vicio y, acaso, los pobres en el pillaje y otras malas ideas. El hombre feliz es el hombre ocupado, creo que dijo Billy Wilder. Dado lo cual, invito al regocijo a aquellos que renegando de lo poco que dura lo bueno, se reincorporan a sus trincheras laborales bajo la inclemencia de este fogoso sol de septiembre que aún apunta maneras de pleno verano. Los que, en definitiva, sufren del síndrome post-vacacional, aseguran los entendidos, deberían alegrarse de tener un trabajo al que volver por agravio comparativo frente a aquellos que de él carecen. Será. Aunque aliviarse de la mediana desgracia de uno por la superior desgracia de otros me suena a ese tipo de consuelos con no sé qué fondillo de mala idea con los que alguna vez nos educaron en la austeridad e, incluso, cierta incoherencia. Pongamos que si, por ejemplo, comíamos lentejas con más que harta asiduidad, tenía uno-a que alegrarse porque los niños de África no tenían ni eso que comer y apurar así el plato por descomunal que fuese, ya que los susodichos niños morían mientras de inanición. A uno-a, en su candidez logística, se le hacía que tales criaturas no iban a dejar de perecer de hambre porque te pusieras morado a reventar, pero, contra aquella máxima de pedagogía irrefutable cualquier contra-argumentación, lo más te valía un buen sopapo. Por la misma regla de tres, los que ahora trabajamos deberíamos trabajar más porque hay muchos que no trabajan y, ya puestos, cobrar más, ya que los hay que casi no cobran. Pero, puestos a la fórmula solidaria, lo suyo sería el estilo islamista. Los mahometanos practican el ayuno en el Ramadán por sentir a su vez el hambre que sienten otros seres en el mundo. De este modo, tal vez tendríamos que quedarnos algún tiempo en el paro para saber lo que es estar parado o lo que vale un peine. Uno-a se cree que el paro es un fantasma al que ha conjurado para siempre, sin embargo, hasta el más pintado se vuelve a ver en la cola del INEM, de la noche a la mañana. El mismo Cayo Lara, con su idea de instaurar la III República amenaza con llevar al Rey al desempleo. No digamos, porque la cosa se prevé a largo plazo, que a Don Juan Carlos le afecte este tema, pero, y, en un futuro, qué va a ser de ese chorro de hijos que ha cosechado nuestra realeza para la sucesión. Será que, al final, doña Letizia haya de lamentar haber dejado su trabajo de periodista por el de dar herederos a una Corona en extinción. A todo esto, Cayo Lara no ha especificado si una Princesa en paro tiene derecho a los 400 euros. Es como si oyera ya la resplandina al teléfono de Paloma Rocasolano a su hija; “ya te lo dije yo, que ser Princesa es muy bonito, pero un trabajo es un trabajo”. Las madres siempre tienen razón.