La ordinaria

24 Jun

concha1A la ordinaria no le hacen falta compresas con alas ni manuales de autoestima para sentirse segura. Todo lo que dice, todo lo que hace y todo lo que es, le parece tan sumamente importante que necesita comunicárselo al mundo entero a un volumen de tantos decibelios que termina siendo grave objeto de contaminación acústica ambiental. En la ordinaria, como en el común de los mortales, se produce un serio desajuste entre lo que ella cree que es y lo que es en realidad. Sobre todo, cuando habla, lo que hace de modo incontinente a cualquier hora del día –y de la noche- sin dejar ocasión alguna al silencio. Sus afirmaciones categóricas son, sin duda, un continuo de tremendas majaderías, pero a ella le parecen tan esenciales para el bien de los oídos de toda la humanidad que ha de reiterarlas al tono preciso del grito pelado, no sea que algún pobre ser vivo se haya perdido un detalle a miles de kilómetros a la redonda. La baja autoestima de algunos es una desgracia a nivel individual, la excesiva autoestima de otros, sin embargo, una catástrofe de repercusiones colectivas.

Si estás de buena mañana con un pajarón de tensión baja y/o cierta resaca de la hostia, habrás de huir de la ordinaria como de la peste, ya que esta individua, carente por completo de piedad y consideración alguna al prójimo, te hará estallar los tímpanos con el nuevo atajo de chaladuras que se le ocurran, que son, poco más o menos, siempre las mismas, aprovechando, además, que te pilla indefenso y fuera de juego. No obstante, huir de la ordinaria se hace, por lo general, tarea harto ardua y difícil, pues suele colarse por todas partes como una plaga; en la mesa de al lado del restaurante donde te disponías a disfrutar de un pacífico almuerzo, en el autobús hasta la última parada de tu trayecto e incluso llegar al rincón recóndito de la playa desde el cual contemplabas el relajante cabeceo de los barcos, acompañado, por ejemplo, de unos versos de “El cementerio marino” de Paul Valery. Entonces, plas, llega de improviso la ordinaria con todo un tremendo bagaje de tumbonas, sombrillas y bolsas del Mercadona –no hay ordinaria que no le apasione aprovisionarse de una ingente cantidad de paquetes con los que hacer un ruido atroz- y una jauría de chiquillos de corta edad, bien chillones también ellos, a los que llamar a grito pelado por nombres bíblicos o de serial americano –se hizo memorable el Joshua de Omaíta, pero, entre el repertorio, tampoco suele faltar un Jonnathan o un Ezequiel-. Por que no quede un detalle, la ordinaria pone un transistor a todo trapo con las canciones más horrendas y estruendosas del verano y muchos anuncios publicitarios imperativos y estresantes sobre los que, no obstante, consigue sobresalir su voz tremebunda contando a todo lujo de detalles las apasionantes peripecias que le han acontecido aquella misma mañana. Se puede dar el probable caso de que encima tenga perros. A las ordinarias les gustan mucho los perros pequeños y gazmoños que, pese a su escaso tamaño, ladran de modo constante y atronador. Normalmente, les gustan también los maridos pequeños, ciertos individuos apocados, calvitos y con gafas de montura dorada que llevan adosados con el objeto sustancial de que les sostengan el bolso, mientras ellas cacarean a lo bestia haciéndose con el mando de cualquier conversación en medio del desgraciado grupo que les haya salido al paso. Dichos maridos pequeños, por el contrario, no hacen ruido como los pequeños perros y, de querer colar alguna tímida palabra en el monólogo de la consorte, son conminados por ella al silencio con ejemplar contundencia, “tú, cállate, Manolo, que estás más guapo”. Y Manolo se calla que es lo suyo.

En ocasiones, nos planteamos falsamente que el marido de la ordinaria sea un sujeto desdichado que odie, en secreto, a su vociferante esposa, sin embargo, lo normal en estos casos es que el individuo, de natural masoquista, la adore y la llame “Cuchirri”, apelativo bastante impropio de su descomunal tonelaje –nos imaginamos una ordinaria bien oronda como la de las viñetas de Mingote o la proverbial Concha de Forges, pero es cierto que hay también ordinarias muy bajitas y menudas, que suelen ser más temibles incluso, dado que intentan compensar su escueto tamaño con un tremendo vozarrón que no se lo salta un gitano y ciertas risotadas de ordinaria que erizan el vello de cualquier criatura mínimamente sensible-. Las ordinarias se ríen una barbaridad, sobre todo, con chistes bien obscenos y soeces que hagan alusión a la sutileza de metáforas como salchicha, nabo, almeja o conejo o bien sobre las escasas o grandes habilidades sexuales de su marido Manolo, lo cual practican a menudo en gran grupo para que el tal Manolo se ponga colorado hasta las orejas, pero, encantado, en su fondo masoquista, con el mal rato que está pasando. De hecho, en el caso improbable de que la ordinaria muera antes de su cónyuge, el susodicho se marchita como un canario y le sobrevive pocos días. Relaciones de pareja; ese gran misterio.

Yo me había ido a la playa a escribir en mi cuaderno el artículo de esta semana, pero me salió al paso una ordinaria y se apoderó de él. Era de esperar.

2 respuestas a «La ordinaria»

  1. No puedo creer que sea usted el Muñoz Molina que yo conozco de leídas, el mejor escritor en lengua castellana del momento y autor de una de mis novelas de culto, “El jinete polaco”. Si fuese así, no sé si contestarle, “No soy digno de que entre usted en mi casa” o simplemente quedarme helada de la emoción. Muchísimas gracias, de todos modos, a quien quiera que fueres, escritor o no pero motivador. Al fin y al cabo, en España, todos tienen derecho a llamarse Antonio y no, raramente, Muñoz Molina. Gracias de nuevo.

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