Cuando era más pequeño que Pulgarcito, a menudo me topaba con algún listillo de mi barrio dispuesto a dejarme en ridículo, aprovechándose de mi embelesada curiosidad y mi tierna inocencia. Muy majos ellos. Cuando no era un tonto como yo el que lo leyese, sería un burro volando lo que había. Sí, un burro. Y sí, yo el que miraba con mis orejitas puestas en la luna. Con el paso de los años y debido a ese atractivo personal que siempre me ha caracterizado y que, como se puede comprobar a simple vista, aún conservo, fueron las bellas muchachas de la zona las que cogieron el testigo con singular insistencia. Un sinvivir, para qué contarles.
Volviendo a los asuntos púdicos, resulta que anteayer lo vi de repente. En la tele. No era un burro, sino un hombre, volando. Y como un tonto -aún no he aprendido-, pretendí leer el rótulo de la pantalla con verdadero interés en conocer qué era aquello, aunque incrédulo de antemano por lo sufrido durante la infancia y, he de reconocer que, con la dificultad propia de un miope mal graduado, ríete tú de la presbicia, me quedé absolutamente boquiabierto.
Portaba aquel hombre-pajarito del telediario sin voz del bar de abajo, algo parecido a una metralleta de juguete mientras planeaba sobre militares en fila, con lo que no me pareció muy serio al principio, conmigo mismo a la defensiva todavía por si acaso. Lo supuse un actor-trapecista-malabarista de los que no pueden llegar a fin de mes cuando el Circo del Sol cierra para preparar su siguiente espectáculo. Sería un artista acuciado y colgado de un arnés tras un croma fosforito. Imaginé que podía tratarse de un buen montaje, de algún reclamo publicitario para el próximo estreno de una superproducción con muchas explosiones hecha en Hollywood, Z-Men o la tortugas Ninja Voladoras… pero no, era un verdadero señor volando, como mi burro de toda la vida. En Francia, un inventor ha dejado a Leonardo y sus planos como me dejaron a mí en mi comunión, con un monigote a la espalda.
Oh, cómo adelantan los ciencias desde el vocativo y Don Hilarión. Aquel niño que fui, siempre en la luna por culpa de Julio Verne, sería de los pocos que apostasen entonces por esta ficción en la que se ha convertido nuestra velocísima realidad. Internet, los drones, los museos de De La Torre, los patinetes eléctricos tirados y las personas voladoras, corren hacia el futuro.
Claro que, por otro lado, hay cosas que parecen no haber evolucionado tanto. No hablo ya de viajes a la luna, aunque quisiera, porque más que de los cuarenta y tantos años que hace que no volvemos a pisarla, desde aquel Apolo 17 de Avidesa, me preocupa el eclipse. No el lunar de mi boquita, que deslució anoche en el cielo. El que me solivianta es el eclipse de cada día en nuestra libertad de expresión al vislumbrarse recortada, que nos ha devuelto a los 70 en un viaje a destiempo.
Y es que, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo dictamine que incluso quemar la foto de nuestro monarca no es delito sino un gesto que se enmarca en el debate político y la libertad de expresión y añade que la condena de estos actos perjudicaría el pluralismo, la tolerancia y el espíritu democrático de una sociedad, el pasado domingo el grupo Adebán, tras 40 años cantando sus distintas versiones republicanas de la jota “Arriba, Abajo” sin problemas, los encontró en Cafranc (Huesca) cuando un sargento de la Guardia Civil les pidió que se identificaran por cantar versos tan hirientes para nuestro Estado de Derecho como este que decía: “arriba, abajo, que Felipe se busque un trabajo”. Que tiemblen en Cádiz.
A veces, sin duda, el supuesto progreso, qué le vamos a hacer, seguirá siendo el del burro volando. Esperémoslo sentados.