No puedo decir que me caiga mal Ivanka Trump. Al contrario. Ese tipo de personas que se encuentran desubicadas en la fiesta, o que simplemente nunca saben por qué están donde están, como una hoja lanzada por el destino sobre una corriente al paso, me caen muy bien. En realidad se parecen mucho a mí. Soy incapaz de ir solo a cualquier acto donde se congreguen más de dos personas e, incluso, una. El mundo, gracias a un video filtrado con pésimo audio, ha podido ver a Ivanka en la última reunión del G20. Me recordó a Peter Sellers en El Guateque (The Party), otro personaje o persona que, a veces, cuesta distinguir; de esos que me caen bien por lo antes referido. Ambos, Ivanka y Sellers, personaje y persona o la viceversa, intentan entablar conversación en una fiesta donde no estaban invitados. El método más rápido puede ser el de acercase al primer corrillo que uno vea y reírse con ganas tras el primer chiste que cuenten, o lanzar un comentario tal como quien arroja un bombazo para la reflexión, de los que dejan vibrando el aire un par de horas después de que hayan cerrado el local. Aquí llega el momento Ivanka, o Sellers, y la risa brota cuando alguien narra su secuestro con tortura incluida, mientas que el lamento resuena durante la exposición del último chiste bueno que alguien memorizó para ligar con la concurrencia.
En las imágenes se contempla el palique de varios líderes y lideresas mundiales sin canapés ni copas en la mano, actitud más preocupante de lo que parece. Nuestros guías exhiben sobriedad. Para que ustedes vean lo bien que domino lenguas extranjeras, ahí hacían piña, durante seria charla, Theresa May, Christine Lagarde y Emmanuel Macron, entre otros. En esto llega Ivanka y asalta la conversación. Si uno imagina que el parlamento entre tan principales ciudadanos versaba sobre los ajustes que nos van a hacer y sufrirán los mismos, que para eso ya tienen experiencia en lo de pasarlo mal, cierta lógica prejuiciosa nos conduciría a pensar, vistas las caras de los contertulios, que Ivanka se descolgó con una frase lapidaria sobre lo mal que huele esa colonia que compran los menesterosos en el top manta de Nueva York tan cerca de la casa de papá. De ahí los rostros desencajados. Aquella carcajada del Sellers cuando otro narraba una tragedia. Si uno pone vocecitas a los interlocutores mientras departen con semblante de póquer sobre las ocasiones en que los respectivos cónyuges han confundido la crema depilatoria con el dentífrico en esos viajes tan de rigor, e introducimos igual sentencia de la Ivanka, el resultado cambia de sol a sol. Como la imagino en ambos escenarios, me da penita. No puedo evitarlo. Me hago uno con ella, en el sentido espiritual del término, claro está. No se merecía tantos memes que le han florecido en Internet. Aparece inmiscuida entre los mandamases aliados en la Conferencia de Yalta, en la cama junto a Yoko Ono y Lennon, o tras el retrato de la Gioconda. Escenas todas que el común de los mortales considera imprescindibles para el devenir de la humanidad, y a lo mejor no.
Papi Donald Trump es un anarquista en puridad. A partir de un número de millones en la cuenta corriente, el Estado no es más que una opresión con sus exigencias de impuestos y con esos códigos legales que sirven para proteger las vidas y haciendas de los que tienen algo que llevarse a la boca. Los ricos y los pobres de pedigrí coinciden en que ninguno de ellos puede perder nada. Mientras menos estructuras existan mejor para ambos. Lo del estado social y de derecho fastidia por igual a los dos extremos. Y aquí viene el papel de Ivanka introducida como cuña en madera entre los organismos internacionales. Si ella puede, el público medio considerará que también puede, esto es, que aquellos prohombres y mujeres no lo son tanto y que, en realidad, un grupo de idiotas henchidos de sustancias estupefacientes rigen nuestro destino. De ahí, a una revolución como la pintada en la escena final de El Guateque, no media más que otro telediario abierto por Ivanka.