Llegué a Málaga con mi familia compartiendo todavía con mis hermanas el asiento de atrás del coche. Mi padre, nacido en la emigración española en Marruecos, había tenido una vida laboral azarosa, lo normal en el gremio de la construcción, que me llevó a pasear camisetas del Betis por la meseta castellana y de la Selección Española, cuando todavía nadie en su sano juicio hubiera osado apodarla ‘La Roja’, en un San Sebastián donde los compañeros del cole se obstinaban en pensar que alguien con tal atuendo solo podía ser hijo de guardia civil, lo que, con ETA en los inicios de su periodo más sanguinario, podía llegar a ser algo parecido a pintarse una diana en el pecho. Yo qué sabía. Sabía que me gustaban los años de Mundiales de fútbol y los veraneos en la Costa del Sol. Allí, a nuestro paraíso estival, decía mi padre que volvíamos para siempre en el verano del 84, y la verdad es que aquella Carretera de Cádiz poblada por los hijos obreros del ‘baby boom’ llegó a ser a su modo un paraíso, aunque ya sin Tívoli ni hamacas de pago.
A cambio, los de mi generación teníamos la playa al lado todo el año, por más que sucia y pobre; el Portillo que nos trasladaba al edén nocturno de Torremolinos, y la incertidumbre adolescente expirada con el humo de los primeros cigarros en los pasillos del Instituto de Huelin. Zozobras, que nunca solían concernir al futuro, aunque sin saberlo, los de mi generación estábamos subiendo pisos en el ascensor social, porque nuestros padres y madres, en su mayoría de origen rural y humilde, se habían dejado los cuernos para que pudiéramos “tener estudios”, así se decía, aceptando pasar del campo a las fábricas, de la casa encalada al piso 11 con vistas al callejón de detrás, en una hilera infinita de torres que albergaban miles de sueños aplazados y de noches desveladas entre sumas y letras.
Muchos de aquellos adolescentes cumplimos las expectativas de nuestros padres, y no menos, sus peores pesadillas, y unos y otros nos saludamos con afecto cuando nos encontramos por la calle. Los ascensores de las torres que habitábamos hoy ya son otros, y siguen llevando a pisos sin glamour, pero no se atascan. Se atascó, ese sí, el llamado ascensor social, el que durante algún tiempo, y pensábamos los ingenuos que por siempre, permitió que los sacrificios de los mayores auparan a los vástagos del piso de VPO al chalé adosado lejos del barrio, lejos de todo en realidad. Pero hoy sabemos que los hijos de aquellos compañeros de clase que nos miran tímidos y desconfiados mientras nosotros nos contamos azares y batallitas, tendrán que irse lejos para tratar de seguir esa lógica de que la evolución siempre es a mejor. Dicen los expertos que el ascensor social en España no funciona mucho peor que en otros países, pero no hace parada en los pisos inferiores. Que si tienes suerte, en cuatro generaciones te lleva de la pobreza a la clase media, salvo que te haya tocado el bajo, un desventurado 20 por ciento del vecindario que se quedará para siempre en el patio de luces donde todo el mundo arroja basura y mueren los calcetines desparejados.
En la parte de mi antiguo barrio que antes se perdía en la nada; en playas desoladas con chambaos y barcas de pescadores y chimeneas fantasma de fábricas extinguidas, están haciendo edificios de 75 metros de altura en pisos de lujo. Las Picasso Tower. Porque ahora la zona es la mejor de Málaga. Cerca del aeropuerto, del centro, del Parque Tecnológico, de la Universidad y a pie de playa. Dicen que los compradores, que ya se han adjudicado el 30% de los pisos de la primera power a precios de 650.000 euros en adelante, son y serán en su mayoría altos empresarios tecnológicos españoles y extranjeros, y aunque la construcción generará sin duda riqueza en la zona y más de 1.500 puestos de trabajo, a los habitantes de las power no les hará falta bajar ni a la playa si no quieren, porque tendrán piscinas interiores y exteriores, gimnasios y clases de spinning, SPA, sala de cine, ludoteca, guardería y zona de coworking para relacionarse entre ellos, y ascensores que te suben del piso 1 al 20 en cuestión de segundos. A los de los edificios de detrás, que alguno hay, tal vez les quiten las vistas al mar pero a cambio se revalorizarán sus pisos y tendrán delante un sueño realizado, por más que ajeno y lejano.