El otro día fui de turista al centro. Hacía tiempo que no iba por culpa de netflix y mis prejuicios. Porque estoy en contra de todo lo que me gusta con ligereza, por ideología judeo-masónica e intelectualeta. Critico las canciones del verano por pegadizas; las fiestas de gastarse dinero en grandes superficies, por comerciales; las películas de risa o miedo, o con explosiones, por sus diálogos sin metafísica; de hecho, visto de negro para disimular mis excesos aunque pudiera parecer que lo hiciera en contra de alguien, casi con alevosía, como canción protesta en una época desafinada de mi vida. Pero el otro día salí contento, ya les digo, y estoy por ponerme esta noche una camisa blanca que me sirva de bandera que agitar, para rendirme de nuevo a la perdición de la mediocridad de la existencia disipada, sin recogida de firmas justas, por otra vez. Sin el nudo de la corbata. Me gusta el ketchup, pero no lo tomo porque estoy en otra liga, la de los listillos, y en mi casa le pongo kimchi a todo, pues el umami tiene ese algo especial que nos hace, a los de mi clase, diferentes al resto y un poco tontos, hasta clavarnos la cúspide en el culo. ¿Qué más me gusta sin poder declararlo en contra de mis principios?, dejenme pensar un momento… Ah, sí, me gusta llevar cubo y rastrillo a la playa. Pero no voy, porque tengo miedo de cada lunar que me salga por revolcarme en los reflejos de la arena. Aunque creo que eso forma parte de otra historia menos saludable.
A lo que iba, que me lío. Pues fui a ese centro de mi ciudad del que huyo habitualmente, con unos amigos igual de necesitados que yo de un respiro y mientras pregonábamos sobre la segunda despedida de soltera que vimos diluirse entre la muchedumbre circundante, se nos acercó un joven con tarjetas de chupito gratis a comisión, muy simpático. No sé cómo nos convenció de que a las 6 de la tarde, se podía hacer lo que a las 12 de la noche, aún con veinte años de más, y lo hicimos. ¡Lo que bailé en cuanto dejé mi piel de oso colgada en la entrada, con mi pesada losa de estirado simplón en los bolsillos. Supongo que aquello abrió mi mente y, liberados sin corsé, mis geniales michelines me ofrecieron tres deseos, como en las mil y una noches perdidas, y al salir del antro, dejaron de ofenderme las terrazas de los bares que lo ocupaban todo. Todas llenas de gente feliz. De turistas. Porque un malagueño entre turistas es un turista malagueño más, en su propia ciudad y plenamente mimetizado en la alegría. Ni un sitio libre. Cuando odiaba las mesas que me estorbaban sin estorbarme, no atendía a su éxito. Tanta gente equivocada no puede haber. ¡Lo que me he perdido por el supuesto ruido odioso y la solidaridad de mi rojerío! Para una vez que quería sentarme, no podía. Esto de unirse a la plebe, tiene sus inconvenientes. Pero ni una mesa libre, ¿eh?, ni una. Y explorando que estábamos, atentos, exigiendo lo que no alcanzábamos, me acordé de mis michelines y les pedí un segundo deseo. En seguida, un camarero en la Plaza Uncibay nos preguntó si éramos ocho. Ocho, sí. Ocho aunque fuese en una franquicia sin personalidad ninguna de las que rezo en arameo cuando me preguntan. Y nos invitó a una cerveza de pie, mientras esperábamos nuestro barrilito. Y pasó un coche de la policía municipal sin regañarnos por el botellón cásual (sic). Y lo bien que comimos. Y lo bien que nos trató Quique. Y lo poco que tardamos en desalojar para dejarle el sitio a los siguientes.
El otro día fui de turista al centro. Qué maravilla. Hoy gasto el tercer deseo. Que no se inmiscuya nadie demasiado en lo que funciona. Empezando por mí. A ver si me aguanto.