Pocas cosas hay en la vida tan fieles, tan absolutamente seguras, como la devoción que me tienen los mosquitos. Uno me visitaba con regularidad a las cinco de la madrugada desde hace varios días. Llegaba con la idea precisa de lo que iba a hacer conmigo sobre el lecho. Estrategia bien planificada. Sin previos ni avisos iniciaba su cortejo de zumbidos alrededor de mí. No me quiero despertar. No quiero salir desde ese reino psíquico al que sé que no volveré con facilidad. Lanzo manotazos al aire con los ojos cerrados, me cubro la cabeza con la sábana y vuelvo a intentar apartarlo imaginándome rápido y potente como un huracán. El bicho insiste. Lo sueño como un aviador loco de aquellas naves que durante la primera Gran Guerra se decían pilotadas por militares nobles y caballerosos. Un mosquito noble y caballeroso. Doy otra serie de manotazos desparramados hacia el techo que sólo consiguen derribar la lámpara y varios objetos de la mesita contigua. Ni exactitud ni nada. Humillado y sin sangre, que se la habrá llevado toda.
Pocas cosas hay tan insistentes en la vida, tan seguras, como el deseo de venganza de los seres humanos. Ayer, sin ningún miramiento hacia la lealtad que ese insecto me profesaba, encendí las luces e inundé el aire de la habitación de insecticida en cuanto oí el rumor de su vuelo. Guerra bacteriológica. Caería como un valiente. Me refiero a mí. Al día siguiente, durante la siesta, emitieron un documental breve sobre el daño que los venenos usados por el hombre causan en la naturaleza. El ecosistema completo de mi cuarto y de medio bloque de vecinos había sido afectado por mis deseos de dormir, unidos a mi abominable ánimo de venganza. Esa microscópica fauna de arácnidos que retoza entre nuestras sábanas quedaba congelada en un fallecer de estatua. El resto de animalillos, voladores o no, sufrirían un final lento por mi poco aguante al picotazo de uno. Ay, dios mío, sin saberlo, había provocado efectos en toda la cadena alimenticia, contra la humanidad, contra mi propia curva de la felicidad, directamente.
Pocas cosas hay tan obstinadas en la vida, tan recalcitrantes, como los reportajes televisivos con presunta buena causa que te señalan. Me pasé años contemplando las gacelas del Serengeti y la matanza anual de ñus realizada por unos cocodrilos de no me acuerdo qué río. Años. Pero ahora, ahora nos toca arrepentirnos de toser y repensarnos. ¡Lo que estamos haciendo con el mar! Campañas organizadas por no se sabe muy bien quién, pero menos mal, pregonan el día sin alimentos envueltos, sin bolsas, sin paquetes de latas unidos por su red de aros. Al mismo tiempo, el telediario exhibe tortugas deformes por culpa de nuestra despreocupación, islas compuestas por kilómetros cuadrados de botellas, fondos marinos asolados y peces trufados por uno u otro tipo de sustancia relacionada con algún hábito de consumo diario. Imagino que el cierre de este tipo de industrias, tan relacionadas con los intereses petrolíferos, generaría un desempleo que ningún gobierno estaría dispuesto a asumir. Por eso no son ellos los responsables. El que mató al mosquito fui yo. Parece más llevadera esa política de hacer sentir culpables a quienes sólo intentamos dormir, o regresar a casa con el pan nuestro de cada día, cumplida esa maldición bíblica del trabajo y el sudor sobre la frente, para relajarnos con una limonada ante el televisor baja en calorías. Los pobres sólo tenemos defectos de pobres. Lo monas que son las bolsas pijas de tela que llevan los que las llenan con productos sanos y ecológicos. Pero los del chorizo pamplonica a un euro hemos venido a este mundo a destruir sin querer y a polucionarlo todo. Puesto que los mandatarios no se atreven a prohibir esos compuestos plásticos asesinos, el único ruego que deberíamos de hacerle es que tampoco permitan esta tortura a la que, como consumidores culpables, nos someten cada día. De momento, tiraré el fluflú. A lo mejor no le di y sigue vivo. Me sacrificaré por el planeta.