LA TRAGEDIA Y EL DIRECTO

16 Abr

Las tragedias retransmitidas en streaming tienen el paradójico efecto de parecer mentira. Recuerdo la primera Guerra del Golfo, aquella que culminó con el ataque aliado de 1991, tras su agónico medio año de prolegómenos, en cuya fase final las abuelas, aquellas que habían vivido una guerra desde dentro, arrasaron con los alimentos no perecederos de los supermercados, y nosotros, entonces unos chavales, que no habíamos vivido ninguna pero nos criamos absorbiendo toda la psicosis del advenimiento de una tercera y definitiva guerra mundial, nos despedimos de los colegas la víspera de la apertura de fuego con abrazos sentidos, lamentando la posibilidad de no volver a cerrar juntos el bar del barrio o, en secreto, alguno, no haberse atrevido a decirle a Ana o Mercedes lo mucho que le gustaba

Pero luego llegó la noche del día D y toda la lluvia de misiles que cayó sobre Bagdad, retransmitida en directo, parecía la mala copia de una lluvia de estrellas. Nuestras abuelas respiraron aliviadas pensando qué hacer con toda la leche o el azúcar acaparadas, y nosotros también, sobre todo porque se nos dijo que en adelante las guerras ya serían para siempre quirúrgicas, con objetivos precisos detectados por satélite y alcanzados limpiamente, y solo mucho más tarde empezamos a tener constancia de que hubo muertos y heridos y horror, por más que ya no nos alcanzaran.

Algo parecido, aunque con imágenes aún no igualadas en espectacularidad por las mediocres producciones catastrofistas con efectos en 3-D que hoy nos invaden, sucedió con el ataque a las Torres Gemelas diez años después. A quién no se le atragantó la sopa, quién no tardó en asimilar que todo aquello que nos contaban en directo los estupefactos los presentadores de los informativos, estaba sucediendo. Que no era ninguna broma; que cambiaría el curso de la historia, y, de forma inmediata, la vida de millones de personas.

Pero entonces éramos todavía espectadores pasivos. Ahora hemos dado una vuelta de tuerca más a las tragedias, sean de la naturaleza que sean, y hemos pasado a la fase de la tragedia construida colectivamente en tiempo real. El incendio, en la tarde del lunes, de la catedral de Notre Dame, llegó antes a Instagram que al teletipo de las redacciones de prensa, radio o televisión. Sin saber muy bien qué pasaba, en cuestión de segundos se enviaron y reprodujeron miles de vídeos de teléfono móvil lanzados en su mayoría por turistas sorprendidos por la columna de humo en la terraza de algún otro edificio de París. Fotos y grabaciones que se enviaron a la familia, a los amigos, al cuñado periodista por si podía aprovecharlo, y por supuesto a todas las redes sociales, en muchos casos para que alguien cercano averiguara qué era aquello, y en la mayoría deseando incluso inconscientemente ofrecer la exclusiva, porque la verdadera democracia de la comunicación instantánea consiste en adelantarnos a aportar nuestra versión, visión en realidad, de la historia. Ya no somos meros receptores, somos testigos directos. Y antes de que se desplomara la aguja central, ya corrían también las especulaciones sobre las causas, descartado y neutralizado en breve el ataque terrorista: por suerte o por desgracia, ya no hace falta tanta maestría para hacer daño.

En este incendio no ha habido, por fortuna, daños humanos más allá de un bombero herido gravemente en el desempeño de su trabajo. Sin embargo empiezan a aparecer los moratones morales tras el golpe. La mayoría no oleremos el hedor de la madera quemada, de la piedra henchida de agua estéril ni veremos el hollín recubriendo las casas, las calles, los toldos y los coches vecinos. Escucharemos a expertos en restauración entrevistados en tertulias de radio, tal vez participaremos en alguna campaña de crowfunding para la restauración, recordaremos la impresión al entrar en la magnífica nave central si hemos estado, nos resignaremos a ver durante muchas décadas andamios y grúas donde estuvo aquel templo magnífico, pero posiblemente los vídeos grabados con los móviles en el momento seguirán transmitiendo esa sensación de irrealidad de las tragedias en directo. Todos los golpes duelen más en frío.

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