Se ha marchado Rafael Sánchez Ferlosio a los 91 años, dicen quienes lo visitaron en los últimos días, que recitando con su último aliento versos de Leopardi en la lengua italiana de su madre, y no cabe duda que fiel a sus fobias hacia todo lo fácil o vulgar, incluyendo la televisión, el fútbol, las entrevistas, los homenajes públicos y muchas compañías humanas. Y eso que solo llegó a relacionarse con el mundo físico. El virtual, tal vez por suerte para su estómago, le pilló fuera de onda.
Desazona ver cómo se extinguen los grandes de la literatura. no causa la misma sensación de pérdida irreversible cuando despedimos a músicos, pintores o cineastas, por más que sean muy queridos o admirados. Pero a día de hoy sus disciplinas tienen la continuidad garantizada. En cambio no sé si en el futuro tendremos generaciones de literatos de altura que hayan sido celebrados, publicados, premiados, leídos. Leídos aunque sea porque a alguien se le ocurra incluirlos en las lecturas obligatorias de la enseñanza media. ‘El Jarama’ llegó a mis manos gracias al COU. Y a riesgo de que el autor se revuelva en su tumba, tengo que decir que me gustó.
Me gustó incluso antes de empezar a leerlo, por la sonoridad del nombre del autor en la cubierta. Y porque para los chicos de aquella época El Jarama sonaba a circuito de carreras, aunque el Jarama de la novela fuera el río. Y me gustó, sobre todo, porque a diferencia de otras lecturas obligatorias, me contaba una historia que podía sentir cercana, con una narrativa moderna, donde el foco iba de un sitio a otro, y se escuchaba hablar a la gente como sonaba en la calle.
Es posible que ‘El Jarama’ me gustara precisamente por las mismas razones por las que Ferlosio llegó a renegar de ella. Era la novela de un joven, escrita en las claves estéticas de la vanguardia de su momento, y su éxito tal vez fue excesivo para un autor de una enorme exigencia intelectual, pero en todo caso no es infrecuente entre los artistas el repudio de su obra más celebrada, sea por preferir otras que no alcanzaron el favor del público, por sentirse constreñidos por las expectativas creadas, por no considerarlas representativas de su voz más genuina, o por todo esto y además por el fastidio de haber sido obligado a salir al mundanal ruido.
Y luego estamos los lectores, los espectadores. El público, el juez último, la inevitable cruz de la moneda del proceso creativo. El público, que igual que cuando ejerce de jurado en los juicios, no es necesariamente el juez más justo, ni está investido de ninguna sabiduría especial, pero es el interlocutor necesario, y es libre de entender, emocionarse, identificarse, interesarse o hacer suya una obra, y también de todo lo contrario. El público, que de cerca no es una masa informe, sino muchos miles de personas que se acercan a una obra en circunstancias distintas, en tiempos distintos, con experiencias intransferibles que pesan en su lectura y en su veredicto. Mi relación cordial con ‘El Jarama’ se fortaleció porque años después de leerla conocí a una mujer que habría podido ser un personaje de esas páginas. En su juventud, contaba, las familias de Madrid solían ir a los merenderos del Jarama con sus cestas de picnic. Entre aquellos domingueros había una especie denostada por el resto. Eran los ‘lonchas’. “Era gente que podía permitirse comprar un poco de embutido y hacían ostentación gritando: pásame una loncha de mortadela, cómete una loncha de chorizo… o de jamón. Por eso les llamábamos ‘lonchas’, eran tal vez un poco más pudientes que los demás o tal vez no, pero carecían de elegancia espiritual”. Me atrevo a pensar que Ferlosio hubiera pasado un buen rato charlando con esta profesora de Griego, ávida lectora de toda su obra. Dudo mucho que los ‘lonchas’ de hoy pierdan un segundo en leer una línea, ni de ‘El Jarama’ ni de ninguna otra obra, ni de Ferlosio ni de ningún otro autor. Ocupan su tiempo en reenviar memes de dudosa gracia y noticias no contrastadas por whatsapp, en colgar en Instagram o en Facebook fotos suyas al lado de un coche molón que no les pertenece, o selfies de sus viajes low cost, o instantáneas de sus mini atracones de mini lujo. Ay, que me temo que soy un “lonchas”.