Dios es mujer y tiene vagina. Es la Pachamama, la Madre Tierra, en muchas culturas vivas, vale que minoritarias y tal vez en extinción. Dios también fue mujer y tuvo vagina en las primeras representaciones prehistóricas de la divinidad, y su imagen no tenía nada que ver con lo que hoy llamamos diosas. Eran mujeres gordas, porque estar gorda cuando la comida escaseaba era un signo de poder. Para los griegos y romanos había muchos dioses, pero ellos ya tenían un jefe cargado de testosterona, Zeus o Júpiter. Llegó al trono sometiendo y desterrando a su padre. Violó a su madre con engaño y poseyó, por no decir que forzó, a cuantas diosas y humanas quiso. En las imágenes que nos han llegado, lleva el cuerpo parcialmente cubierto con una túnica y blande un rayo a modo de cetro del Olimpo.
No es ningún secreto que la iconografía del Dios Padre del cristianismo, desde el representado en la cúpula de la Capilla Sixtina, hasta el perpetrado en el más kitsh de los catecismos, bebe de las imágenes del Zeus del arte clásico, aunque convenientemente dulcificado, decorosamente cubierto y, solo relativamente, adecuado a los tiempos que van corriendo. En definitiva, sus representaciones son meras simplificaciones creadas para llegar a quienes tienen dificultades para dialogar con lo abstracto.
Precisamente sobre estas representaciones y su diferenciación de la esencia, giraba la obra de teatro que el colectivo cordobés Vértebro llevó el pasado fin de semana al centro cultural municipal madrileño Naves del Matadero, con el título ‘Dios tiene vagina’. En palabras de sus artífices, el montaje propone “una reflexión sobre la idea de que nuestra identidad no es algo inherente y que existe porque sí, sino que se imagina, inventa y representa”. Algo para lo que ellos se valen de la parafernalia de determinadas celebraciones religiosas cercanas a nuestra cultura.
La verdad es que semejante propuesta escénica, en pleno reinado de las superproducciones de comedia musical, resulta un tanto minoritaria, y por eso, imagino, una vez repuestos de la inquietud de ver en la puerta del recinto a un grupo de gente rezando el rosario, pensarían los comediantes que, como en el más logrado ejercicio de teatro participativo, el público estaba haciendo su contribución para completar el espectáculo. Aunque en su caso, los orantes y sus querulantes pretendieran que la obra no se celebrara por “constituir un delito de ofensa a los sentimientos religiosos”.
Pasando por alto el hecho de que no se hayan organizado grupos de personas rezando el rosario al admitir recientemente las autoridades de la Iglesia Católica que han conocido y silenciado durante décadas los abusos sufridos por niños y niñas a manos de sacerdotes, algo mucho más ofensivo contra los sentimientos religiosos, contra los Derechos Universales del Niño y contra el Código Penal; o dejando de lado la evidencia de que la Constitución Española reconoce el derecho fundamental “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”, se antoja raro que una obra de teatro programada en un centro municipal levante tanta polvareda, cuando apenas había llegado a ocupar espacio en las agendas de los periódicos o en las guías del ocio. ¿Pero cómo se enteraron? Me recuerda a aquel que, cuando Canal Plus empezó a programar películas pornográficas, aprovechaba el confinamiento del ascensor para soltarle al vecino de turno lo indignado que estaba contra aquella inmoralidad. “Hombre, lo ponen de madrugada…”, decía el vecino. “Sí, ¡pero imagine que estando desvelado, cambia de canal y se encuentra eso!”. “Ya, pero están codificadas”. “Sí, sí, pero si se fija usted bien, se ve todo”.