Hoy me he dado cuenta de lo mayor que soy por culpa de los patinetes. Los patinetes abandonados que no sé si son material robado u objeto de chufla, debido a mi ignorancia. Tienen un pilotito rojo encendido siempre, por el que, probablemente, sepa quien los domina -si es que lo consigue alguien-, que, a menudo, sobre todo de noche, los observo con curiosidad. Con curiosidad defensiva, para ser precisos. Si uno de estos artefactos solitarios, que descansan en equilibrio callejero sin propietario definido ni aparcamiento alguno, echase a volar, por más repentinamente que fuese, ni me sorprendería, lo digo en serio, porque llega un momento de colapso tecnológico interno en el que, abrumado, se te acaba la capacidad de asombro neuronal.
Para mi velocidad habitual de peatón, lo del patinete eléctrico, siendo sinceros, aún me desborda. Probé hace nada -para mis cuentas hace nada-, lo de subirme a una bici modernísima, al menos en ese momento, supongo que ya una reliquia antediluviana, de esas que se alquilan -o alquilaban- a través de un servicio municipal. No voy a recordarles ahora el extraño chanchullo por el que se contrató a la concesionaria como pago a otra deuda por la colocación de publicidad en las marquesinas de las paradas de autobuses, veinte años con De la Torre te acostumbran a estas cosas, sino de mi propia experiencia -muy corta- como ciclista maduro. Pretendí aportar mi granito de arena ecológico, como buen europeo, trasladándome en bici y no en taxi por la ciudad. Y me saqué la tarjeta de la EMT, haciendo cola en la Alameda. Y cargué el saldo pertinente en la misma. Y averigüé enseguida, que no se ha descubierto cosa alguna que nunca se olvide sin practicarla, cuanto más mejor. Ninguna. Si alguien que se cruzara en algún zigzag de mi camino aquella tarde deportiva, temió por su integridad, aprovecho aquí y ahora para pedirle disculpas. No, no había bebido. Ni gota. Ni tenía nada en su contra. Era como un imán, que me llevaba a acercarme más de lo debido a los seres humanos que paseaban y que, afortunadamente, se iban apartando a tiempo del atropello. También me pasaba con las farolas, aunque estas no ayudaban y permanecían quietas. Fue la falta de pericia la que me impelió a aparcar aquel objeto en cuanto pude y no volver a intentar usarlo jamás, hasta hoy.
Pero, a pesar de todo, no puedo negar que los patinetes de ahora, me atraen. Sobre todo cuando nadie me ve mirándolos. Tanto que no digo que me suba a uno alguna noche, no soy tan valiente, pero que lo toque, con cuidado, para ver qué ocurre, podría ser. Para comprobar si pitan, o qué sucede si los coges y los apartas, prudentemente de la acera. ¿Tendrán el freno puesto y haré el ridículo si intento moverlos? ¿Me verá alguien y se reirá de mí si no lo consigo? ¿Será fácil conducir un chisme de estos? Fácil para mí, pregunto. A veces, de vuelta a casa, cuando no me deja paso la pila de patinetes abandonados por calle Ferrándiz, me hago estas u otras preguntas. No contaminan. Un señor en patinete se dibujaba en cualquier ciudad futurista. En cualquier proyecto de bosque urbano del OMAU, que es lo más chic a lo que me puedo referir. Esto sería una maravilla hasta para Julio Verne. Patinetes y eléctricos. Repentinos. Hoy las ciencias adelantan que son una barbaridad. Pero y ahora, ¿por dónde pasan? ¿Quién los lleva? ¿Dónde los deja cuando acaba? Y si alguien se sube sin conocimiento y hace zigzag contra los seres humanos y las farolas, ¿a quién le rezamos? ¿Qué velocidad alcanzarán? Yo no tengo ni idea. Pero el Ayuntamiento, y esto es lo terrible, tampoco.