Cuando te haces mayor, se es un año mayor dos veces al año. La segunda vez no se celebra como un cumpleaños más, sino como si fuese tu última fiesta. Un poco lo es. Cada celebración de año nuevo acaba en una broma pesada, contigo abandonado en un páramo. Tú ya no has ido a ningún sitio, y si lo has hecho, ha sido a la fuerza pero, a cierta edad, eso ya da igual. Aunque hayas pasado la noche en casa, en zapatillas y en bata granates, has pasado otro año, doble, y has acabado sentado en un páramo. Ahora te toca recoger.
Leí el otro día que se indultaba a las cabinas de teléfono callejeras. Ya no se desmantelarán hasta nueva orden. Las iban a llevar a un solar. Junto a José Luis López Vázquez. Supongo que por inútiles. Ha sido un real decreto del gobierno in extremis el que ha obligado a Telefónica a continuar con el servicio, ese mismo que ya no prestaban. Telefónica existe aún, no estaba seguro. Al hilo, he pensado en el toro de Osborne, que también fue salvado, parece que fue ayer y ya hace más de veinte años -alguno doble-. En su momento me alegré. Cuando lo veo ahora en una camiseta barata apretadilla a un señor achispado con montera, me produce sarpullidos. Se ha enganchado en el tiempo, como un archivo gif incansable.
El que sí desfallece con el tiempo, sin remisión, es mi teléfono fijo de casa. Se le acabó el futuro. Se estropeó un día. Si no me equivoco, no hace mucho. Y me di cuenta entonces de que no me servía tampoco para nada nuevo. Bueno, lo echo de menos para ciertos asuntos irrelevantes. Lo usaba para buscar mi móvil cuando se lo tragaba la tierra. Y para llamar a un taxi sin abrir la boca. Ahora le tengo que decir al telefonista dónde estoy para que vengan a recogerme. Y levantar los cojines del sofá de vez en cuando. Pero su desaparición funcional me ha devuelto al equilibrio pacífico de mi ser. He de reconocer que a veces perdí los nervios por causa del proselitismo exacerbado de los misioneros que las compañías de telecomunicaciones contrataban para desesperarme. No sé quién les dio mi número fijo. Mi padre decía a los amigos, cuando se despedían, que les daría un telefonazo. Telefonazo ahora es otra cosa. Y yo ya me he librado de eso por la obsolescencia programada. Un buen tiro salvador por la culata. Primero desapareció el cassette, después el reproductor de vídeo y ahora el telefonazo de las 4 de la tarde. Poco a poco.
Sin embargo, hay cosas que reaparecen en el páramo de año nuevo irremisiblemente, con cada depresión de realidad aumentada. Lo peor de nuestra cuesta de enero es lo absolutamente cañí que suele ser. La natalidad va fatal. Y encima, el abuelo ha perdido a Chencho y se ha puesto tan nervioso que, aunque ha pasado por delante, no ha visto a nadie pidiendo auxilio encerrado en la cabina. Menos mal que por ahora, no se las llevan. Hay cosas que se quedan sin futuro. Pero a algunas de estas les da igual. Se quedan en zapatillas y en bata granates en un bucle permanente. Se manejan bien atrapadas en su pasado rancio. La extrema derecha es un claro ejemplo. Este año me lo encontré en camisón en el páramo de mi año viejo más contento que otras pascuas. Tuvieron ayer una cita con el PP. Hablarían de muros y deportaciones. De mujeres, lesbianas y homosexuales. Sin sorpresas. Aznar se quejaba de que Rajoy había fracturado el voto del centro derecha en dos. Ahora su delfín, jugando a derechizarse, en tres. Cosas de la obsolescencia. Un mal tiro por la culata. Ay.
Ahora nos toca recoger.